Debe de ser difícil ser reina. Sí, seguro que también tiene sus ventajas. Pero para la mayoría de la gente cuya vida resulta suficientemente agradable sería un suplicio, además de probablemente un honor, convertirse en el máximo representante del Estado y, encima, compartir esa gracia junto a su pareja sentimental.
Letizia no nació para ser reina, pero lo es. Lleva ya más de ocho años ejerciendo su comprometido papel en un momento histórico de extrema complejidad. En España, un país que no es especialmente monárquico al estilo del Reino Unido, a cuya familia real ni los más oscuros secretos del príncipe Harry pueden debilitar, Letizia supone un bastión de madurez y trascendencia tanto para la Corona como para la unión de esta nación.
Ambos, Estado y monarquía, han sido construidos con retazos del mismo tejido y contemplan la esencia de sus propósitos de forma entrelazada e interdependiente.
El afán de Letizia por ejecutar bien su obra contribuye a disputarle la influencia a los republicanos, quienes pregonan su verdad con una contundencia creciente gracias a un inventario de complejos ausentes derivados de la fragilidad de un Gobierno que haría cualquier cosa por seguir siéndolo.
La familia de su marido, Felipe VI, no debe de resultar sencilla de gestionar. Las rupturas entre sus miembros, los errores históricos de algunos de ellos, la ajetreada y no siempre ejemplar vida de personas esenciales dentro de ese círculo, las condenas judiciales, las comisiones, los años de cárcel. Letizia ha tenido que enfrentarse a numerosas y comprometidas complicaciones provenientes de su familia política.
Sin embargo, y a pesar del reto mayúsculo, la reina ha sabido navegar en aguas tumultuosas, en ocasiones surcadas por tiburones de ánimo demoledor, convirtiéndose en un puntal decisivo en la vida de Felipe y, como consecuencia, en el funcionamiento de la monarquía española.
Su gesto hacia el diplomático iraní que la ignoró este miércoles confirma la integridad de su labor. Probablemente, en otro contexto, a la reina le hubiera gustado manifestar algunos argumentos al embajador de ese país, muchos de ellos no del todo condescendientes. Y, probablemente, durante un instante, los pensó.
Pero no pasó de deliberarlos interiormente, obviamente por la obligación que emana del cargo que ostenta. Seguramente, tras el paso del embajador, recordó a Masha Amini y a tantos otros.
Como haría cualquier mujer española que siente como propia la injusticia del modelo iraní hacia la mujer.
Como sentiría cualquier español que defiende los valores democráticos y que considera imprescindible el respeto de los derechos humanos.
Como haría cualquiera que esté en contra de atropellar la libertad las personas. Cualquiera que esté en contra de los latigazos como una componente legal del ejercicio de la ley.
Letizia se contuvo. Congeló brevemente con la mirada a Hassan Ghashghavi y esperó, digna y disciplinada al mismo tiempo, a la embajadora croata, la siguiente representante diplomática. Fue un gesto de contención y de sensatez que, en el fondo, puede servir para definir su trayectoria en estos últimos años.
Una labor eficaz y necesaria, la de la reina Letizia, con una utilidad notablemente mayor que la que a menudo se le atribuye.