Las antiheroínas del ministerio de Montero, al final, van a lograr la igualdad por la puerta de atrás, la de la vergüenza: hay algo muy masculino en su forma de abrazarse al error, un poco por cojones. El equívoco es patrimonio de todos. Yo me refiero a la cosa cerril de engancharse a la idea fracasada, a la idea desmontada en público. En cientos de ocasiones presencié en almuerzos y sobremesas, entre apasionadas discusiones por cualquier cosa, cómo los varones heterosexuales -amigos y familiares y amantes, queridos todos: me perdonen- acostumbraban más a enrocarse en su postura por mucho que ya hubiese quedado diáfanamente desacreditada en la charla.
Es un problema de identificación: eso es porque creen que ellos son su idea y les da pánico caer cuando ella cae. Eso es porque no veían que la sabiduría a menudo tiene que ver con desprenderse de lo creído.
La comedia late debajo de todas las cosas, sobre todo cuando escuchas con pulcritud. Detectas la tesis del hombre desbaratada, zarandeada de un lado a otro de la mesa, y sonríes cuando le ves intentando clausurar el tema con un: “Pues eso, lo que yo decía”, rascando similitudes imposibles en el argumentario, pervirtiéndolo todo, barriendo para casa, luchando por salvar su muñeca del fuego, rayano en la ternura. La concesión, la negociación, el recoger cable… han hecho sexys a los hombres de puro exotismo. Toda la vida ha sido una reyerta navajera por tener la razón, a golpes de pecho, porque eso significaba tener la autoridad moral y más tarde, tener el poder.
Marc Giró -que es periodista, historiador del arte y homosexual- dijo algo muy interesante en una entrevista con Rufián: “Tú hablas lento. Porque vosotros tenéis vuestro espacio, porque vosotros estáis acostumbrados a que os escuchen. En cambio […] las mujeres, los maricones, los desgraciaditos del planeta tierra, tenemos que ir rápido a decir las cosas porque a lo mejor no hay espacio. Nos lo tenemos que hacer con rapidez y hay que hablar como una metralleta porque si no, no lo colocas”. Yo pensaba que el feminismo iba de eso, de que nosotras también pudiésemos hablar lento y de que nos escuchasen en la conversación pública, de rascar nuestro porcentaje de discurso en la mesa: no de imitar tan tontamente como Montero y Pam la soberbia macha del tipo que se empalma -bien “que se mezcla” o bien “que se excita”- con su propio ego, con su propia doctrina.
Yo siempre hablé muy rápido. Por si acaso.
Escribo esto porque el problema de fondo de la ley del ‘sólo sí es sí’ no deja tampoco de ser lingüístico, y, por eso, simbólico: una guerrilla clásica de la izquierda, una obsesión antiquísima por el nombre de las cosas más que por las cosas en sí mismas. Al equiparar el concepto de “abuso sexual” con el de “agresión sexual” -que sólo se diferenciaban por el empleo de violencia o intimidación-, se han cargado los engranajes delicados de la ley, que ellas pensaban que era poco menos que un Power Point, ya está visto.
La horquilla del ‘sólo sí es sí’ pasa a ser de cuatro a doce años de prisión, mientras que la de la ley antigua era de seis a doce años. Eso hace que los violadores y pederastas que fueron sentenciados en su día a penas de cárcel en la mitad inferior de la horquilla, hoy vean reducidas sus condenas y salgan de darse un paseíto: porque nuestra justicia -y esto es un principio básico e irrenunciable del Estado de derecho- es pro reo y obliga a los jueces a ejecutar las leyes que sean más beneficiosas para el convicto. No es machismo, Montero. Es pura garantía democrática -ese "abuso de la estadística", que decía Borges-.
"La derecha quiere que volvamos al calvario probatorio de la agresión sexual. Y no queremos que nos pregunten otra vez si nos resistimos, sino que pregunten si consentimos, que es lo que ponemos en el centro", dice ahora Irene, enfadada como ella se pone, no se sabe bien con quién. Es una cortina de humo: el consentimiento siempre ha vertebrado la ley, tanto la antigua como la nueva. Yo entiendo que se refiere -dentro de su retórica oportunista con la que gusta engañar a la gente- a que su texto, al equiparar los dos delitos, pretende rebajar la exigencia de la prueba del segundo, más allá del testimonio de la víctima. Qué más da lo que pretendiese. Lo que sabemos es lo que han conseguido.
Algo sí hicieron bien: ampliaron la casuística por otros frentes, al incluir, por ejemplo, el delito de sumisión química. Pero el balance de su ‘ley estrella’ sigue siendo lamentable.
Si lo piensan, la que se ha formado por una palabrita.
Esa ha sido la conquista del Ministerio para las mujeres, una especie de capital simbólico -no han “abusado” de ti, te han “agredido”, que suena más fuerte, y olé que ole- que no encuentra su asidero en el mundo práctico, que es el que minimiza las condenas. Nos pasaron la mano por el lomo para que estuviésemos relajaditas: toma tu palabra, guapa. Es una victoria pírrica. ¿Qué haremos con esta viscosa satisfacción verbal? ¿De qué nos salvará el diccionario?
No sé si llegaremos solas y borrachas a casa, pero letradas seguro, incluso después de una violación.
“No, mira, una cosa, ya que me has quitado el móvil y me has metido en un portal. Que sé que me vas a agredir sexualmente ahora, pero que se llama así, ¿vale? Que no va a ser abuso: no hay ninguna posibilidad, así te pilles el mejor abogado de la ciudad. Saldrás antes de la cárcel, pero que tengas claro cómo se llama el delito que estás a punto de cometer. Jaque mate”.
Cada día que pasa sin que Unidas Podemos reconozca su estropicio, será una ofensa para las víctimas. Cada día crece su indignidad, como la mala hierba. El dolor de las mujeres no les importa en absoluto: se revolverán antes de asumir el error, porque temen que al hacerlo tengan que abandonar el carguito que tantas alegrías les da y, por fin, volver a casa.
Estoy deseando que lo hagan como quieran. Solas y/o borrachas.