Tiene el centro algo de magia. Todavía hoy, algunos pirados solemos echar nuestros ratos libres yendo a ver a ministros de la UCD. Periodísticamente, como es mi caso, resulta mucho menos rentable tener más fuentes en los gobiernos de Adolfo Suárez que en el Ejecutivo actual. Pero soy mucho más feliz. Me siento como Owen Wilson en Midnight in Paris, un romántico de lo que podría pasar y no pasa.
Soy más joven que ellos, así que me imagino dentro de cuarenta años preguntando a Albert Rivera, en torno a una mesita con pastas, por qué narices no desenmascaró a Pedro Sánchez ofreciéndole la formación de un gobierno reformista. Iré a ver a Villacís. Pasearemos por El Retiro y le preguntaré cómo es posible que esté haciendo lo que está haciendo, diciendo una cosa y la contraria, cavándose un agujero.
Y me lo pasaré bien. Nos lo pasaremos bien. Como tan bien lo hemos pasado, queridos Marcelino Oreja (Exteriores), Landelino Lavilla (Justicia), Ignacio Camuñas (Relaciones con las Cortes), José Luis Leal (Economía), Rafa Arias-Salgado (Presidencia), Salvador Sánchez Terán (Transportes), Manuel Clavero (Regiones) y un largo listado de etcéteras.
Algunos se me han muerto, y me acuerdo de ellos. Se me murieron como se me va muriendo el centro.
Me resultaba increíble lo ancho que resultó aquel espacio. Porque cada uno, bastó una entrevista para darse cuenta, eran de su padre y de su madre. Liberales, socialdemócratas, democristianos, derechistas clásicos, rojetes. La personalidad de Suárez (y el objetivo perseguido) era el conjuro que los mantuvo unidos durante aquel lustro milagroso.
Luego, conseguido el objetivo y desbordadas las ganas de poder, empezaron los navajazos. Eso me hace pensar que el centro es una estrella fugaz y que sólo puede nacer (¡y sobrevivir!) en contextos muy concretos. Un proceso constituyente, una fuerte polarización, una crisis económica brutal.
A lo largo de esta década, estamos teniendo bastante de eso. Lógicamente sin alcanzar situaciones tan traumáticas como las de la Transición. Pero el caldo de cultivo estaba ahí: la corrupción de los viejos partidos, el hundimiento de la clase media, la degradación de los liderazgos.
Así nació Ciudadanos, así asomó la estrella fugaz. Con un valor añadido. Al contrario que la UCD, hubo más tiempo para pensar. Redactaron el manifiesto intelectuales de primer orden. Y se encontró un líder con maneras similares a las de Suárez. El carisma, la juventud, el arrojo: Albert Rivera.
Eran muy parecidos. Me lo contaban mis octogenarios amigos de la UCD. Pura intuición, casi ningún libro leído, todo estrategia. Era el olfato, la capacidad de saber qué paso era el adecuado en todo momento. Eso hizo Rivera. Acertar siempre, pero fallar en el único momento en que no se podía fallar.
Traté mucho a Rivera. Había en él mucho de esa genialidad improvisada, de esa valentía de los verdaderos líderes. Por eso fue tan doloroso cuando perdió el sentido que le había llevado hasta allí. Perdió la partida de ajedrez con Sánchez siendo Sánchez mucho peor táctico que él.
Ciudadanos, ahormado su programa por grandes voces de la sociedad civil, planteó debates necesarios. Abrió las ventanas. No importaba tanto el quién, sino el cómo. Eso era el verdadero liberalismo. Lo reseñable era la reforma y la capacidad de acuerdo para alcanzarla.
Funcionó a la perfección, pactando a ambos lados. Unas veces el PP, otras el PSOE. Siempre con contratos exigentes. Hasta que llegó el drama de la polarización. El auge de Vox, la recuperación del PP, el viaje a los abismos de Sánchez con Podemos. Todo eso no lo supo gestionar Ciudadanos. Todo eso nos hace pensar que quizá el centro no sea posible en España.
Miro algunas fotografías. Sobre todo, las de la tertulia del taxidermista. Algunos discursos de Rivera. El milagro de que una líder no nacionalista, Inés Arrimadas, ganara las elecciones en Cataluña. Las menudeces de la gestión bien hecha. Menudeces porque no aparecen en los periódicos.
Todo eso merece un epitafio a la altura. Todo eso merece que un día, más pronto que tarde, renazca un proyecto parecido que acierte en la hora de la verdad. Para eso, Ciudadanos debe morir. Porque España ha puesto el último clavo en el ataúd de esa marca. ¡Ya es la hora de pensar en otro Ciudadanos que no se llame Ciudadanos! Porque hace más falta que nunca.
Todavía están a tiempo, quienes lo lideran, de escribir un final a la altura. Un epílogo digno, alejado de aquel cuerpo zombificado en que se convirtió UPyD. Ciudadanos puede superar a UCD en un sentido. No podrán decir que lograron el objetivo como hizo Suárez, pero sí que exhalaron el último aliento con la misma elegancia con que nacieron a la vida.