Hay algo que no se les puede negar a nuestros implicados en casos de corrupción: su creatividad con el lenguaje.
Si hace varios años uno de los investigados por la trama Púnica nos dio aquella expresión memorable, "volquetes de putas", para designar la compra de favores mediante suministro a gran escala de sexo mercenario, uno de los actores principales del caso más reciente, conocido como caso Mediador, nos aporta un nuevo a la par que deslumbrante hallazgo léxico: el "chocho volador".
Según las informaciones que se van conociendo del sumario esa era la forma en que uno de los miembros de la organización criminal (todavía supuesta, a la espera de sentencia firme) se refería a la mujer con la que mantenía una relación clandestina, a espaldas de su familia oficial. En particular, cuando se trataba de arreglar viajes con pretextos falsos para estar con ella sin que sospechara quien ante la ley continuaba siendo su cónyuge.
Si esos viajes los hubiera costeado con cargo a su sueldo, el asunto sería una cuestión privada entre los adultos involucrados en el triángulo afectivo. Como se da la circunstancia de que para poder afrontar los gastos que le ocasionaba el mantenimiento de su doble vida el galán recurrió (de nuevo, supuestamente) a las dádivas de algunos empresarios que lo engrasaban con el propósito de obtener ventajas ilícitas, la historia y el apodo se han convertido en objeto inevitable de la curiosidad pública.
Especial gravedad reviste el hecho de que el protagonista de esta historia sea un general de la Guardia Civil, ahora retirado. Pero que estando en activo, y según consta en las actuaciones, llegaba a recibir a los empresarios en dependencias oficiales o les enviaba inspecciones del Seprona si no los veía receptivos a sus proposiciones de cohecho.
Que de todos los actores de la trama (encabezada por un político del PSOE con escaño de diputado) el general sea el único que está preso es una prueba del celo que pone el Servicio de Asuntos Internos del cuerpo a la hora de reunir pruebas contra sus miembros descarriados.
Al parecer, el hoy recluso les habría manifestado a sus cómplices que necesitaba el dinero (cobrado a través de tarjetas prepago y otros subterfugios) para paliar la pérdida de ingresos que iba a provocarle su inminente retirada del servicio activo.
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Con esa finalidad, llegó a pretender que se contratara a su amiga como comercial con 3.000 euros de sueldo. Es decir, que la corrupción (todavía supuesta) fue la solución que se le ocurrió para procurarse una especie de complemento de pensión que le permitiera llevar, una vez jubilado, su elevado tren de vida.
La potencia del neologismo que el personaje introduce en el castellano para designar a la pareja no oficial podría llevarnos a pasar por alto lo sórdido y lo alarmante de un caso en el que un representante de la soberanía popular y un servidor de la ley del más alto rango lo echan todo por la borda a cambio de unos miserables euros.
Dos personas a las que cabe suponerles inteligencia y no pocas capacidades. Y que van y se precipitan como dos inconscientes por la senda de la deshonestidad, donde uno pierde su libertad y el otro destruye su carrera política.
Sin quererlo, el general hoy presidiario ha dado con una metáfora de la distracción fatal que desvía a estas personas del camino, no tanto de la rectitud moral, como de la integridad y de la coherencia con su lugar en el mundo. Ese momento funesto en el que alguien decide que los valores que proclama profesar rigen sólo para los otros, y que suya es la potestad de saltárselos a placer y conveniencia para invertir en chochos voladores.
Pasan a menudo estas personas por listos entre nosotros. El lugar donde ahora se hallan arroja alguna duda al respecto.