Lo que sabemos es que al nacer le pusieron un nombre de niña, Alana, y que con él y en esa condición vivió la mayor parte de sus doce años de vida. Se nos ha informado, también, y no ha sido desmentido, de que en sus últimos días había manifestado su voluntad de que se le tratara como un chico y le llamaran por un nombre de varón, Iván.
Por último, y no es lo menos importante, nos consta que su recorrido vital no rebasará esa edad, todavía infantil, porque junto a su hermana decidió arrojarse al vacío desde el balcón del piso donde vivían en Sallent, Barcelona.
Habría sido prudente, por el dolor atroz de la familia, por tratarse de un menor de edad, por dejar una hermana que va a sobrevivir quién sabe con qué secuelas físicas y psíquicas, que todos nos hubiéramos quedado ahí. Al menos durante un tiempo prudencial, hasta que los hechos que condujeron a la fatídica decisión de Alana (en tránsito a Iván) y su hermana fueran esclarecidos por la investigación judicial y policial en curso.
Incluso habría sido prudente seguir refrenando los caballos de batalla tan habituales entre nosotros cuando empezaron a aparecer informaciones que apuntaban hacia un posible acoso escolar como determinante de la decisión suicida, así como a una supuesta negligencia en la activación del protocolo existente para estos casos por parte del centro educativo concernido.
Entre otras cosas, una situación de acoso que se pretende desencadenante de una conducta autolítica tan extrema podría llegar a revestir la condición de delito, con unos autores que aun siendo indeterminados no dejan de gozar de presunción de inocencia, como cualquier otro, y que al tratarse de menores se encuentran además especialmente protegidos por las leyes.
Y sin embargo… Ah, sin embargo. No sólo nos permitimos poner en circulación, con valor de hechos acreditados, detalles que en esta fase sólo pueden considerarse indicios y conjeturas necesitados de rigurosa prueba posterior. Cada cual se aplicó a subrayarlos, a exacerbarlos, incluso a cincelarlos en piedra, para sobre ella edificar la diatriba más acorde a sus intereses.
De tal modo, que mientras para unos (instancias oficiales incluidas) el intento de suicidio era fruto incontrovertible de un acoso tránsfobo sufrido por Alana (o Iván) a manos de sus compañeros, para otros pasaba a ser verdad revelada que los motivos del acoso eran su acento extranjero (argentino) y su poca soltura en la lengua vehicular de la enseñanza en el lugar a donde se trasladó a vivir su familia desde su país de origen.
Ni unos ni otros, ni por la responsabilidad que impone la investidura oficial ni por la prudencia que cualquier persona sensata observaría en un caso así, sintieron en ningún momento la necesidad de atemperar sus conclusiones. Simplemente les convenían, para la cruzada que cada cual sostiene, y había que lanzarse por la pendiente. Sin titubeos. A tumba abierta.
A nadie parecía importarle dilucidar cuál de esas causas, en principio probables (alguna dificultad suelen hallar quienes no sienten que su sexo acompaña a su identidad sentida, y también los castellanoparlantes nativos en ciertos entornos), estaba en la raíz de una acción tan irreversible. No sólo para esclarecer quién o qué empujo a dos menores al suicidio, sino sobre todo para tratar de impedir en el futuro otro desastre similar.
Al final, al paso de los sembradores de cizaña ha tenido que salir la propia familia, pidiendo que se deje ya de especular, de confrontar a la criatura con su identidad de tantos años y de buscarle al gato pies que ya se verá si están ahí o no, le pese a quien tenga que pesarle. En el comunicado que han difundido afirman que su hija se llamaba Alana. Tan sólo tenía doce años y toda la vida por delante. Para acabar siendo (o no) Iván.