La RAE es un poco como los padres o como la religión: a uno le gusta que existan y conocer a fondo sus normas, fundamentalmente para saltárselas, si no ya me dirás tú la gracia. Uno no puede transgredir líneas no trazadas, líneas de las que no se ha percatado. El placer siempre tiene que ver con el conocimiento.
La libertad está bien, pero sólo tiene sentido ser libre si es contra algo, si es frente a algo. Usar la libertad es, en todo caso, un desafío.
El morbo lo inventó la autoridad. Bueno, lo propició. Lo inventamos nosotros, escurridizos, cuando burlamos sus órdenes.
Yo creo que la tilde del "sólo" nos flipaba tanto porque nos la prohibieron, igual que masturbarnos siendo niños de cole de curas tenía gracia y riesgo porque nos dijeron que nos quedaríamos ciegos, pero nos pasó justo lo contrario, ya lo avisaba el Evangelio según San Juan, 9: "Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo". Total, que nos entró la clarividencia y seguimos pulsando los botones vetados, que siempre daban resultados más emocionantes.
Escucho las críticas de los antitildistas: dicen que somos unos nostálgicos, que nuestra tilde es innecesaria, que es elitista porque requiere conocimientos gramaticales del español, "y el español es una lengua universal y hay que aligerarla de rémoras aristocratizantes", como decía con mucha lucidez Manuel Vilas, en la línea de García Márquez. Yo esto lo entiendo, pero me da exactamente igual, porque mi tilde es sentimental, mi tilde es un viaje en el tiempo, una elección con la sangre y la víscera. Disculpen ustedes: esta boca -y esta lengua- es mía.
Digo yo, por otra parte, que lo deseable en democracia y en presunto Estado de bienestar es procurar que todas las clases sociales puedan acceder por igual a la ortografía y a la gramática, que son patrimonio común, que emanan del pueblo y sus usos y no de la cátedra, vertebrándose en base a códigos -colectivos-.
Hablar de clasismo cultural -asumir que el conocimiento de la norma es patrimonio de las clases altas, y, por tanto, despreciarlo- en un país donde existen escuelas y bibliotecas públicas me da a veces que es pereza intelectual, o tirar el listón al suelo. Me asusta que esta corriente biempensante acabe desdeñando también el acervo y la sabiduría, ¡en general!, por esnobs, y nos condene a la gilipollez, pero, eso sí, justísima, ecuánime, igualitaria. Son como los peluqueros: te dicen que sólo te cortarán las puntas y al final te dejan como una gallina con tres pelos.
No obstante, en estas cuestiones radicales que enervan al personal -afortunadamente: me conmueve que discutamos con tanto ahínco sobre las palabras, que son la casa en la que habitamos y tomamos la medida del mundo-, yo soy más de la escuela de Umbral, de Marías o de Reverte.
Francisco, mi ídolo total, se peinaba los cabellos canos con la sacra norma y se enganchaba de la pechera con los académicos si hacía falta cuando le afeaban sus zigzagueos: "Yo, cuando escribo, todo lo hago deliberadamente", se defendía Umbral. "A mí no se me escapa una sola palabra. Aquello puede quedar bien o mal, pero a mí no se me escapa una sola palabra. Lo digo porque me gusta decirlo y cuento con que el lector es inteligente y cree en mi mínima formación, y sabe que lo digo porque quiero y no porque se me haya escapado".
Y continuaba: "Es el caso del título de este libro, La noche que llegué al Café Gijón. Ahora resulta que hay una guerra civil de académicos en torno a si se debe introducir la preposición "en" o no se debe introducir. A mí me encanta esto, incluso me honra, pero yo, voluntariamente, quería titular de una manera más coloquial que La noche en que llegué al Café Gijón. Me suena mal en el oído interior".
Y el oído interior, como saben los poetas y los prosistas literarios, es el sentido más inteligente que nos queda para drenar el arte. O "intelijente", que diría Juan Ramón.
También decía Umbral que él era un terrorista de la literatura y del periodismo, y eso siempre me ha hecho sonreír.
Javier Marías se encendía un cigarro y te lo comentaba tan pancho: "Los creadores no podemos tener la última palabra, pero solo faltaría que nosotros no pudiéramos escribir lo que nos diera la gana. Yo mantengo la tilde en 'guión" y en 'sólo', entre otras. No voy a hacer caso de lo que diga un filólogo, con todo mis respetos". Y sin el debido respeto también.
Pérez-Reverte desenfundaba la pipa estos días en Twitter, recordando la norma de 1999: "Qué tiempos aquellos. Tan claro todo. Tan fácil de entender y aplicar. Cuando un lingüista no pretendía imponer a Camilo José Cela o Vargas Llosa cómo debían escribir sus novelas, sino que se guiaba por lo que ellos, con su autoridad, hacían".
Estos son mis chicos. Más guapos cuanto más insumisos.
Me gusta participar simpáticamente de este pollo del solotildismo, de esta francachela de la lengua. Pienso en el poema de Leonard Cohen: "Cualquier sistema que levantéis sin nosotros / será derribado. / Ya os avisamos antes / y nada de lo que construisteis / ha perdurado". Donde dices "sistema" puedes decir "diccionario".
Mi tercera España se enfrenta a los puristas de la RAE y también a los angelitos que prefieren restarle exigencia a la lengua con la presunta intención de que sea más popular: yo conozco perfectamente la norma académica y ya lo aviso, voy a saltármela cuando quiera. No es ignorancia, es exploración. Lo hago a menudo por cuestiones alejadas de la reivindicación ideológica y cercanas a la belleza y al estilo: por qué no usar "petaloso", "mantequillar" o "labiar", términos rompedores y romantiquísimos aún desoídos por la RAE.
Por qué vamos a pudrirnos en la previsión y en la regla si podemos jugar, si abrazamos nuestra lengua y nos excita estirarla. Por qué no rendirnos a ratos a la intuición, a la rebeldía, al recreo. Que los carcas y los cuadriculados no nos llamen imbéciles, por favor: sólo somos unos muchachos revoltosos e imaginativos.
La lengua, al final, es como el amor o el horóscopo o la jodida ruleta: todo es azar mal gestionado, ingobernable, como intentar ordenar la arena de una playa. Haz lo que quieras. Procura que llegue. Procura que suene. Con dos cojones… y una tilde.