Vienen preguntándose y respondiéndose los gurús, con tono grave, latoso, cargante, por qué el pueblo se despega del fútbol, mientras pasas canales sin acertar con el partido, si en la plataforma de cuarenta euros o en la de treinta, si el lunes o el viernes, si a las doce del mediodía o a las nueve de la noche.
A menudo, los gurús inventan teorías más o menos logradas, redentoras, que descargan la responsabilidad sobre los-jóvenes. ¡Ay, los-jóvenes! Necesitan más estímulos, más regates, más goles. ¡Son el futuro! Necesitan un fútbol dinámico como un videojuego, variado como Netflix, absorbente como TikTok. Todo a la vez en todas partes. Como si para los de mi generación no existieran el Pro Evolution Soccer, el Football Manager, Messenger, Tuenti, Emule. Como si los Sims nos secaran las ganas de besar a la chica. Como si el fútbol comprendiera de modas. Como si la pasión entendiera de pausas.
El valencianismo me alcanzó como un rayo en Castellón, terreno hostil a Mestalla. Mi madre sostiene que una tarde de agosto llegaron unos niños de Valencia y me abdujeron. Mi recuerdo es otro. Descubrí al Piojo López, y lo demás sucedió con naturalidad. Fui el único valencianista de clase, el único fanático de casa, la única esperanza de la familia, a juicio del tío Paco, feriante, que me regaló un reloj con el escudo. Colgué una bufanda en la habitación y un póster de Cañizares. Lloré la noche de París, 2000, y luego de Milán, 2001. En 2002, mi hermano, madridista, me llevó a conocer Mestalla y, veinte años más tarde, volvimos acompañados de Marcos y Hugo: sus hijos, mis sobrinos.
Vienen preguntándose y respondiéndose los gurús sobre el proceso de desencanto de los fanáticos del fútbol y, por algún motivo, no reparan en lo evidente. De niño, supe que existían valencianistas, en alguna parte, y que eran de los míos. Con los años, descubrí a unos cuantos, de Cádiz a San Sebastián, y nos abrazamos con una sinceridad genuina, sólo explicada por el hilo invisible que nos une: una identidad, una tradición, una tribu. Así que ahora es más grato echarse a un lado, desaparecer, que seguir una religión muerta. ¿De qué sirve chapotear, cuando profanaron el credo? Vendieron la fe a coleccionistas de extravagancias, convirtieron la devoción en el octavo pasatiempo de los chinos, y ahora los gurús se hacen los sorprendidos. ¿Es el PSG de los parisinos? ¿Es el Valencia de los valencianos?
Para la dignidad de todos será más púdico, más honesto, separar el escudo de los patrocinadores. Ahorrarnos el engaño. Que Arabia, Estados Unidos y Emiratos compitan directamente con su nombre, sin camuflajes. Que llenen estadios en Hong Kong, Riad y Los Angeles. Que asombren al mundo con El Clásico®. Que disfruten del paisaje, del espectáculo, de los restos, que yo guardo el recuerdo y la emoción en otro lugar, las noches tristes, la euforia divina, el tiempo muy vivo con mi padre, con el pase cedido por Toni Valls, en el camino inquieto a Mestalla. "¿Sabes qué dice Toni de ti?". "¿Qué?". "És un brot de blat en la malessa". Y eso era un valencianista, el valencianismo. Eso era todo. Buscar brotes de trigo en la maleza.