Escribo. Escribo desde que tengo memoria y porque tengo memoria. Me rodeo de gente que escribe. Durante dos décadas escribí gratis, para mí, para constatar que estaba viva y para vivir lo que yo quería, pero hace una que como de esto. Muchos de los míos comen de esto. Es nuestro trabajo, pero no sólo. Es nuestro idioma. La única vía que encontré para existir, finalmente. Nunca hubo otra.
El cuerpo es el medio, pero las palabras vienen de otra parte, de un lugar misterioso, de una casa perdida: siempre me vuelvo a ver a mí misma repiqueteando los dedos en sus cristales. Dice Annie Ernaux que si las cosas no se escriben no han llegado a su término, que "sólo" se han vivido. Sonreí mucho al leer eso. Yo me paso la vida cerrando esos círculos. Entre la experiencia, el pensamiento y la historia. Tras el último me iré, calladamente. A veces parecen remolinos de tiempo y furia.
Una noche que se hizo de día le dije a Aixa que creía que yo estaba loca, que escribía como revoleada por una ola en la playa de Málaga (de esto que se te sale un pecho del bikini y tienes arena hasta en el cielo de la boca pero también sales del lío sintiéndote extrañamente joven y torpe, como un cervatillo que aprende a andar), que la cabeza no me iba a dejar descansar nunca, verborreica y enferma, pero me dijo que no podía estarlo, porque escribir es ordenar. Y aquello me tranquilizó.
Y tranquiliza a los míos cuando se lo recuerdo en medio de esta pinche vida loca.
Pienso en esto porque el otro día me decía una amiga escritora que anda un poco mosca porque cree que su novio no la lee, que equivale a decir que tu novio no te mira a la cara o no te reconoce entre un barullo de gente. Yo la remití a un capítulo fantástico de Girls, donde Jessa (la preciosa Jemima Kirke), en el césped de un parque y acariciando a un perro, se lo dejaba claro a su colega, aquí Lena Dunham: "Si no lee tus ensayos, es que no te lee a ti. Deberías mirar bien a tu alrededor, Hannah. Tú nunca vas a vivir mejor que ahora".
Yo estoy de acuerdo. Me parece incluso un síntoma, una razón de peso para dejar a alguien. Porque nadie puede amarte sin leerte, del mismo modo que nadie puede amarte sin escucharte. Sin desmembrar lo que tienes que decir. Sin buscar llegar al corazón de las cosas, al secreto de las cosas, al trauma de las cosas. De tus cosas, que eres tú. En este caso, y por una vez, no creo que esto sea ego creador, sino vocación de comprensión profunda del otro (aunque, como es ser amado, es ser mitológico, y por tanto, inagotable).
Creo que tenemos derecho a estar con alguien que nos apasione y a quien apasionemos.
Cuando he estado enamorada (esponjosa y rápida, febril, sensual, trágica, voraz, sucia, romántica, creativa, errante, deslumbrada, problemática) he llegado a estudiar como nunca en mi vida. He sido una opositora genial. Nunca se sabe suficiente de lo que uno ama, porque lo que uno ama siempre está creciendo.
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Hay mucho que entender detrás de la forma en la que alguien cierra los párpados al dormir. Hay un mundo entero en sus tipos de risa, en sus tipos de lágrimas, en sus palabras recurrentes (que cambian con la época, con la estación, con el humor), en los sueños de los que se acuerda de súbito, al mediodía, como epifánicos, en el olor del sudor o del perfume favorito, en las alergias y los odios y los dolores viejos y las cosquillas y las frases de la canción que canta más alto.
Uno está rascando la verdad del otro en lo minúsculo y en lo descomunal, en lo obvio, en lo metafórico y en lo literal. Uno está buscando la verdad mientras lee.
No recuerdo quién dijo que estar enamorado era ser una enciclopedia del otro. Pero sé que no se puede amar a alguien sin leerle. Y eso le dije a mi amiga, que deje a ese tolai, que no entiende quién es ella, que no la ve, que no lee más allá de sus narices, que no celebra como la fiesta que es toda su complejidad.
Yo sí la leo y me lee. Porque tenemos que masticar la vida juntas y escribir y leer es conversar sobre piedra. Y separar el grano de la paja. Y abrir los ojos a la belleza. Y escapar de la estupidez. Me acordé de lo que decía Hank Moody en Californication y brindé con ella, revelada: "Yo soy incapaz de distinguir lo ridículo de lo sublime hasta que tú me lo dices".