Cuando salíamos del cole para ir a la universidad, creo que casi todos los de mi generación pensábamos más o menos lo mismo: José Antonio y Franco eran "un par de fachas" a los que cuatro chalados llevaban flores de vez en cuando. La asignatura de Historia no iba mucho más allá. Nos explicaban la Guerra Civil y la dictadura en dos o tres semanas.
En la tele, además, nadie hablaba de Franco. Fue ayer, pero parece que ha pasado una eternidad. Si querías meterte en estas cosas, tenías que ver una peli, leer un libro o preguntar a los mayores.
Me acabé sumergiendo en el asunto ya en la Universidad porque me gustaba la Historia. Fui buscando textos escritos a pie del terreno y acerca de los protagonistas que hicieron la guerra. Uno de los más seductores es José Antonio Primo de Rivera. Su físico, su estética, su manera de hablar. Hasta que encontré en él (de manera totalmente sorpresiva) algo que ya había en mí: la antipatía por Franco. Desde entonces, he venido leyendo, de manera más o menos continua, acerca del fundador de Falange.
Lo escribo aquí, ahora, el día de su exhumación porque quizá sea esta la última oportunidad de contar por qué Franco y José Antonio no fueron iguales. Sé que lo seguirán siendo a ojos de la mayoría, pero aquí parte una botella hacia el mar.
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Creo que, a grandes rasgos, hay a dos José Antonios. Ambos lejanos a Franco. El primero es oscuro. Porque inspiró "la dialéctica de los puños y las pistolas" en una España de por sí violenta, la de los años 30. Y porque, tras mucho dudar, aprobó que las milicias de Falange participaran en el golpe de Estado de 1936.
Pero ni siquiera en aquel momento, cuando sus caminos se cruzaron, se parecieron Franco y José Antonio. El primero sólo se sumó a los generales levantiscos cuando vio que todo marchaba y que si no se unía se quedaría en tierra de nadie. Queipo de Llano, muy cabreado, se quejaba de que "Paca la culona" no daba señales de vida.
Franco soñaba con una España franquista, una mezcla de la peor "cleromilitarina" de la que hablaba Baroja. Una España recatada, pacata, aburrida y sin espacio para el disidente. José Antonio, en cambio, fue golpista, pero con un ánimo distinto. Creía en "una operación quirúrgica militar", "sin sangre o con poca sangre" (esto se lo dijo a su amigo Serrano Suñer) para instalar en España una suerte de "gobierno de concentración nacional".
Ahora viene el matiz importante. Sin ser José Antonio un demócrata, siendo autoritario, pretendía que ese gobierno de poderes omnímodos reuniera a dirigentes de izquierdas y derechas, y que adoptara un carácter "transitorio". El objetivo era, según decía, "evitar una guerra civil".
Se reunieron Franco y José Antonio para hablar de todo esto allá por 1935, en la casa que el padre de Serrano Suñer tenía en la calle Ayala. José Antonio quiso testar a Franco. Franco, como siempre, se fue por las ramas y no dijo nada. Le habló de modelos de cañones y cosas así. Cuando se terminó la reunión, José Antonio le confesó a Serrano Suñer, sarcásticamente, la decepción que se había llevado.
En 1936, Acción Popular (la candidatura de las derechas) quiso unirlos a los dos en la lista de Cuenca. José Antonio dijo que no y pidió a Serrano Suñer que hiciera gestiones para apartar a Franco.
La historia, a partir de ahí, sí sabía cómo seguía. O por lo menos me sonaba. José Antonio fue encarcelado en Madrid y enviado a la prisión de Alicante. Falange participaba con violencia en esas revueltas callejeras donde también estaban las organizaciones revolucionarias de izquierdas. La "dialéctica de los puños y las pistolas" antes mencionada.
En el poco tiempo que estuvo en la prisión alicantina aparece el José Antonio que más me interesa. Allí se enteró de que el golpe había devenido en guerra civil. Allí supo de las tropelías en las retaguardias, de los asesinatos. De la degeneración violenta de su Falange, que había alcanzado extremos inusitados de crueldad en las ciudades "nacionales".
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José Antonio, es cierto que también con el objetivo de salvar su vida, se ofreció a la República para mediar. Intentó aprovechar sus contactos con el socialista Indalecio Prieto, al que un día abrazó en el Congreso después de que este arengara contra los nacionalismos. Intentó frenar la guerra con el compromiso de ambos bandos de detener las aniquilaciones del rival.
En ese momento, de manera paralela, Franco reconocía abiertamente en entrevistas su deseo de exterminar al de enfrente. Ya había sido nombrado (para arrepentimiento posterior de algunos generales) jefe del Estado y sabía que no podría instaurar una larga dictadura militar en un país donde hubiera disidentes.
José Antonio fue fusilado después de un juicio amañado. Franco sabía que se lo iban a cargar y tuvo la oportunidad de interceder, de intentar un canje. La mayoría de historiadores, cito por ejemplo a Stanley G. Payne, coincide en que el naciente dictador no hizo todo lo que pudo para rescatarlo.
Sabía lo que pensaba el de Falange de incluir a la izquierda en el Gobierno, de sellar la paz sin victoria, de ejecutar contrarios. Sabía que el liderazgo de José Antonio pondría en riesgo el suyo. ¿Habría podido mandar Franco 40 años si José Antonio se hubiera opuesto? Joan María Thomas, autor de una monumental biografía de Primo de Rivera, explica cómo Franco, con la oportunidad del canje sobre la mesa, dio órdenes para que el falangista, una vez rescatado, no pudiera hablar con nadie. Y menos dirigirse a las masas. Pero ni siquiera lo intentó con firmeza en esas condiciones.
Llegados a este punto, la pregunta es obvia: si tanto se detestaron, ¿por qué Franco convirtió a José Antonio en mito del régimen? Porque cualquier dictadura liberticida necesita de esos mitos para sobrevivir. Y porque el José Antonio que consagró Franco poco tenía que ver con el José Antonio de los últimos días en la cárcel.
Aquí acudo a lo que un día me dijo José Antonio Martín Otín, Petón, que escribió El hombre al que Kypling dijo sí, el mejor libro que he leído sobre el fundador de Falange: "Elevándolo como mito, Franco pudo vaciar a Primo de Rivera de contenido político. Le otorgó ese carácter de divinidad, pero se cercioró de que su programa cayera en el olvido".
A Franco no le quedó más remedio que vampirizar la figura de José Antonio. Sabía de su tirón entre la gente y quería tener a esa figura de su lado, nunca en contra. Pero en privado (hay sobrados testimonios de ello) seguía renegando del falangista. A Serrano Suñer, su cuñado, le dijo un día jocosamente que había escuchado a otro militar algo acerca de la "cobardía" de José Antonio. Según Franco, le habían tenido que poner una inyección para que fuera capaz de caminar hacia el fusilamiento, un rumor que nunca ha podido acreditarse. "Siempre a vueltas con la figura de ese muchacho", decía "mortificado" cuando escuchaba anécdotas de José Antonio.
La izquierda repudió a José Antonio por sus maneras "mussolinianas" y su "nacionalismo español". Pero quien verdaderamente manipuló su figura fue Franco. No se trata tampoco de dibujar a José Antonio como "bueno" en contraposición al dictador, sino de trazar dos retratos que se ajusten a la realidad.
Pero no hay manera de corregirlo. La Historia es implacable cuando está escrita. Franco y José Antonio serán siempre lo mismo, pero por lo menos ya no están enterrados juntos y el de Falange no yace en el monumento de una "cruzada" en la que no creyó. José Antonio (lo pensará si existe la vida eterna) por fin se ha librado de Franco.