Mis dos hijas, que aún no han cumplido los cuatro años, llevan varios días canturreando por casa algo que reza así: "Vaya que lío, con las emociones, que tiene el monstruo de los colores". Me encanta escucharlas cantar. La canción está inspirada en el cuento infantil El monstruo de colores (Flamboyant, 2012) de la autora catalana Anna Llenas. Al abrir sus páginas, se despliegan ante ellas colores, paisajes y motivos referentes a las distintas emociones que a su edad ya han sentido y aún les cuesta gestionar: alegría, tristeza, ira, miedo, tranquilidad, amor…
Es bueno que desde chicos aprendamos a dar nombre a las distintas emociones que nos mueven. Eso nos permite reconocerlas no sólo en nosotros, sino también en los demás, para así poder entender los porqués de muchas cosas que hacen los otros. Comprender por lo que están pasando y, si lo consideramos oportuno y media entre nosotros la confianza suficiente, ayudarles si nos dejan o nos lo piden.
El ayudar, el cuidar, el sentirnos y sabernos útiles y hábiles en reconocer qué sienten los demás y mediar es la mejor forma de conocernos y aprender a controlar nuestras propias emociones.
El origen latino de la palabra "emoción" alude al movimiento. Las emociones nos "mueven" para sacarnos de un estado a otro, menearnos hacia ese otro lugar distinto donde reímos, gozamos, padecemos, tememos, etcétera.
Sin duda, todos necesitamos aprender a identificar emociones para posteriormente desarrollar las habilidades sociales aparejadas a las mismas, como la empatía, la solidaridad o el cuidado ajeno y propio, que nos permiten establecer los límites que nuestra dignidad merece, o canalizar convenientemente nuestra ira allá donde sea más útil.
Hasta aquí, todo perfecto.
Pero se ha instalado desde hace poco un discurso vacío y simplón que pretende reducir todos los problemas que nos aquejan a meros conflictos emocionales. Conflictos en cuya resolución, ¡faltaría más!, no debe faltar el repiqueteo juguetón de las monedas o el frío lenguaje binario de las pasarelas de pago digitales.
Sea como sea, para aprender a solucionar nuestros problemas emocionales y sanar nuestras atormentadas vidas tenemos que pasar por caja. Bien devorando libros de autoayuda, yendo a eventos de superación personal, aprendiendo las virtudes del mindfulness, encontrando a nuestro coach de vida, tragándonos sapos peludos como el coaching ontológico, o hierbas de esa ralea.
Estas nuevas artes mágicas, maquilladas de ciencia y sabiduría que gusta de usar sentencias descontextualizadas de toda índole, juegan una y otra vez a lo mismo. Sea cual sea tu cuita, la solución debes encontrarla dentro, en ti, pues ahí está todo lo que necesitas para ser feliz. Y aquí una frase tan crucial para el pensamiento occidental como "conócete a ti mismo" se prostituye en un mantra que nos incita a creer que somos el centro del universo y que, con la guía adecuada, encontraremos el sentido de nuestras vidas leyendo el libro sagrado de nuestras emociones.
¡Claro que sí! ¡Haz lo que sientas que tienes que hacer, el corazón nunca se equivoca! Seguro que alguna majadería así debió pensar Paris mientras raptaba a Elena de Troya. Vaya si no se equivoca el corazón. ¿Verdad?
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Alguien debe recordar a estos sofistas de cuello blanco y verbo fácil que todos estos ejercicios sólo sirven para fomentan el individualismo y el acriticismo. Que lejos de solucionar nuestros problemas emocionales, nos vuelven adictos a ese subidón que tanto nos gusta sentir cuando nos lamen las orejas y nos dicen lo maravillosos que somos, aun sin el menor ánimo de resolver nuestros errores, con los que debemos aprender a convivir en armonía. ¡Qué burda forma de barrer y esconder bajo la alfombra!
Nos adoctrinan para conformarnos con lo que nos ha tocado, aunque nos lo venden como la mejor de las vidas posibles si aprendemos a ver ese lado positivo que sólo ellos parecen vislumbrar. ¡La actitud! ¡Todo es cuestión de actitud! ¡Levántate a las 5:00 de la mañana! ¡El límite está en tus sueños! ¡El que seguro fracasa es quien no lo intenta! Pero no nos enseñan a convivir con los demás, a comprenderlos y a descubrir en su reflejo cómo somos realmente. Nos empoderan, sí, pero nos suben a una torre de marfil para, sibilinamente, colocarnos a ciegas en el alféizar de la ventana.
Alguien debe hacerles saber también que fue Aristóteles el que nos explicó que debíamos conocernos a nosotros mismos para, sabiendo en qué somos buenos o malos, mejorar y así aportar a los demás esa cosa buena nuestra que habrá de beneficiarnos a todos. Nuestra labor debería centrarse, entonces, en mejorar con ese propósito, pues siendo el hombre un animal político y estando la soledad sólo reservada a los animales y los dioses, no hay posibilidad de andar el camino de la felicidad solos. "No confíes en un hombre que no tiene amigos" le diría el sabio griego a su hijo, "pues aquel que no tiene amigos es imposible que sea feliz".
No, no te confundas. No hace falta ser amigo de todos. Pero sí entender que lo que es común a todos es materia de interés y dedicación de cada uno de nosotros para poder convivir mejor. Los griegos tenían una palabra maravillosa que definía a aquellos que sólo se ocupaban de sus propios intereses individuales y no formaban parte de las acciones públicas, única forma de aumentar el bienestar de todos y así poder ser felices. ¿Quieres saber cómo les llamaban? "Idiotas". Les llamaban "idiotas".
Recuerda esto: ninguno de estos nuevos evangelistas de la felicidad, estando en su sano juicio, promovería jamás el discurso de la amistad, de la socialización y del conocimiento del otro como forma de autoconocimiento, como virtud, como único camino para poder ser felices, porque es imposible ser felices en soledad. Ellos saben perfectamente que si lo hicieran, se les acabaría el chiringuito inmediatamente. Que su juego quedaría al descubierto.
Y claro, no se trata de eso. ¿O acaso crees que lo hacen por el deseo de ayudar?