En su iluminador y muy aconsejable Tratado de república (1521) se manifiesta el trinitario burgalés Alonso de Castrillo contrario a los gobernadores perpetuos, "porque la duración del oficio no es sino atrevimiento para el pecador, y así cuando es perpetuo el gobernador malo, así mismo es perpetuo su mal".
Pero el daño no se queda ahí. Advierte Castrillo que los que ejercen la tiranía a perpetuidad le infligen a la comunidad que los padece un destrozo que se alarga más allá del término de su indeseable gobernación. "Mueren ellos [nos advierte] y quedan vivos los males que hicieron para siempre. Y así, con una sola vida, corrompen la conversación de muchas que son por venir".
Me acuerdo una y otra vez de este pasaje, cada vez que la sociedad española reacciona a una noticia que tiene que ver, de forma directa o indirecta, con las casi cuatro décadas que estuvo regida por ese gobernante perpetuo que fue Francisco Franco Bahamonde. Esta semana fue la exhumación de José Antonio, cuyos restos, de acuerdo con su familia, se han trasladado del lugar donde lo sepultó el dictador a otro menos superlativo.
[Opinión: José Antonio se libra por fin de Franco]
De nada ha servido la prudencia de sus descendientes, que concertaron con las autoridades una operación discreta y muy diferente del espectáculo, en verdad penoso, que se nos ofreció con la exhumación del propio Francisco Franco. Tampoco ayudó recordar, oportunamente, que el difunto, más allá de sus ideas exaltadas, no podía considerarse sino una víctima de la guerra civil, a la que no se le regateaba esa condición. Sólo se trataba de deshacer el designio franquista de otorgarle preeminencia.
De nuevo han emergido, a diestro y a siniestro, voces que con sus improperios y exabruptos demuestran el axioma que ya dejó enunciado Castrillo hace más de 500 años: hasta qué punto vivir bajo un gobernador perpetuo y autoritario corrompe la conversación de los que vienen tras él, incluso medio siglo después de su muerte. Ejemplo claro son quienes una vez más se lanzan a la pirueta dialéctica de convalidar, en el seno de una democracia representativa, una rebelión militar que condujo a la negación de libertades políticas a todos los ciudadanos, amén de la eliminación física de una buena parte, durante tres años al calor de la guerra y después con la frialdad de la venganza.
Tampoco se quedan atrás los que han aprovechado estos días para bendecir la ejecución de José Antonio Primo de Rivera, que a fin de cuentas era hijo de un dictador y el ideólogo de un movimiento fascista, absorbido más tarde por Franco como un instrumento más de ese Estado pintoresco que organizó en torno a su cesárea figura. Como si la pena de muerte fuera inhumana o no dependiendo sólo de lo mal que nos caiga el ajusticiado.
No es la primera vez que uno oye argumentos similares. Ya me fueron ofrecidos por un historiador comunista (así era como él se titulaba) en la Universidad Carlos III, a propósito de los militares paseados y asesinados en Paracuellos en otoño del 36, aunque habían sido juzgados en consejo de guerra y sólo se les habían impuesto penas de prisión por considerar que su papel en la rebelión había sido secundario. Bien fusilados estaban, vino a decir, por fascistas, en uno de los edificios donde algunos de esos militares se habían rendido en julio del año 1936.
[Los 12 franquistas con influencia que enarbolan la herencia del dictador]
Esta ligereza para justificar moralmente el homicidio del adversario político no es sino una corrupción más de nuestra conversación que debemos agradecer a ese gobernante, que no en vano firmaba sentencias de muerte sin pestañear, hasta los últimos días de su tiranía perpetua. También les sirvió a otros: como afirma lúcidamente Teo Uriarte, que militó en ETA, esta organización fue lo que fue, tuvo el apoyo que tuvo y duró lo que duró porque en el fondo era un "hijo bastardo de Franco", que le facilitó la coartada para legitimarse dentro y fuera de España.
La pregunta es por cuánto tiempo más continuará obrando su figura el efecto de corromper nuestra conversación. Cuándo se dejará de rendirle homenaje, ya sea reivindicando su obra, ya por la vía de imitarlo dividiendo la sociedad que gobernó entre afines y ajenos, sin paz ni piedad ni perdón para los segundos.