Eso le decían a Alejandra Blázquez, la jefa de protocolo de Isabel Díaz Ayuso, junto a la escalerilla que daba acceso a la tribuna de honor desde la que la presidenta madrileña presidía los actos del 2 de mayo.
Todos, al menos quienes tenemos una vida larga, hemos hecho el ridículo alguna vez. Es inherente a la condición humana, una parte íntima y probablemente inevitable de la vida, como lo es, también, su opuesto: lograr alguna hazaña, por mínima que pueda parecer, de la que sentir cierto orgullo. Eso, en alguna ocasión, también lo hemos conseguido. Esta vida es esa en la que, como escribe el cantautor madrileño Quique González, a veces lo bordamos y a veces lo tiramos por la borda.
Lo que es más improbable, e inhabitual, es hacer el ridículo siendo ministro. Eso es más difícil. A este selecto grupo de políticos se les protege, se les cuida con esmero y, si se acercan a una situación sonrojante, que también son humanos, alguien los detiene en el momento previo o bien lo hace por ellos, que esto también va incluido en el cargo, y en el salario.
Mientras dura su mandato, los ministros disfrutan de todo tipo de facilidades. Les consiguen mesa en restaurantes repletos, les apartan a la gente para que caminen felices por el centro de la ciudad, les invitan a todos los actos que puedan interesarles. Les tratan, de hecho, como a los entrenadores de clubes de fútbol de Primera División mientras los presidentes confían en ellos: con un mimo disparatado y adictivo.
Por eso han sorprendido tanto las imágenes del ministro de la Presidencia en los actos del Día de la Comunidad de Madrid, que muestran a Félix Bolaños intentando colarse, distraídamente, como si fuera un mindundi, en la tribuna principal del evento que presidía Isabel Díaz Ayuso.
La imagen del ministro detenido por Alejandra no tiene precio. Podría considerarse una anécdota, pero no lo es. Para los populares, Blázquez, como extensión de Ayuso, ya es la heroína que, en una fecha tan señalada, detuvo al Gobierno de la nación. Una muestra, tal vez, de lo que va a suceder en el país en los próximos meses.
"El ministro va a subir", le insistían a la mujer del chaleco oscuro, camisa blanca, y una carpeta de la CAM bajo el brazo. "Bajo ningún concepto", se defendía ella, escudando a su presidenta, como si el final de la escalerilla que custodiaba diera a un fuerte del Lejano Oeste donde residía toda la verdad, la razón o la moral, o todo a la vez, y cuya entrada ella debía salvaguardar a cualquier precio.
Pablo Iglesias, en su formato más matón, consideró después que un "me apartan a esta señora" de Bolaños a sus escoltas hubiera sido la respuesta adecuada por parte del ministro. ¿Imaginan? Esa situación por la que apostaba el exvicepresidente del Gobierno sí que hubiera dado la vuelta al mundo, mostrando un país en absoluto deterioro en donde la fuerza de unos escoltas resulta necesaria para celebrar un acto simbólico de una comunidad autónoma.
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Pero, la verdad, parece improbable que la idea violenta de Iglesias hubiera elevado a Bolaños al escenario. Alejandra no parece de las que se hubieran dejado intimidar, y probablemente hubiera defendido el fuerte con toda la determinación que hubiera sido precisa.
El ministro, ya lo saben, no subió y, como un colegial castigado por portarse mal tras su intento de colarse mientras se hacía el distraído, acabó regresando a su sitio.
Sí, todos hemos hecho el ridículo alguna vez, pero ni Bolaños ni los ciudadanos van a olvidar este fácilmente.