Ya no se accede al recinto del colegio por las escaleras donde aprendí a atarme los cordones de los zapatos. Ahora la puerta es más grande y limpia y es otra. Da a la cara opuesta de un patio que debió encoger, pues lo recordaba sin horizonte. El arbusto de las avispas no está y en su lugar encuentro una mesa rústica con dos bancos de madera, a modo de merendero. La tierra seca a los lados del campo duro de futbito parece menos seca, menos pedregosa, y si fuera un niño veloz de nuevo y cayera sobre ella despreocupado de nuevo, con la cara por delante y los brazos desplegados como alas, habría evitado los rasguños y la sangre y el susto nada disimulado de mi abuela, que me llevó al médico a escondidas de mi madre. Para ahorrarle el disgusto, me dijo; pero yo creo que para ahorrarse la noticia.
Es fácil perderse en la memoria y caer en la confusión, separar la infancia del país y de la ciudad y de la pelota: a ratos de uno mismo. Pero, como sea, del colegio no queda ni el nombre.
—Ahora se llama de otra manera —anunció mi madre—. Al parecer Lluís Revest era franquista.
Las emergencias de la democracia tienen una naturaleza propia, y lo que no corría prisa en los noventa se volvió inaplazable veinte años después, con casi todos los niños de la guerra en sagrada sepultura. Si a cada generación le corresponde una emergencia, mi yo niño desconocía cuál. Mi padre me deslizaba, de vez en cuando, que no gritara su profesión a los cuatro vientos, y yo ni entendía ni preguntaba: yo callaba. Aunque a decir verdad me sorprendía, pues no era el único hijo de guardia civil del colegio. De adolescente comencé a reunir sospechas, cuando supe sobre las niñas gemelas que los terroristas vascos asesinaron en la casa cuartel de Zaragoza, de la edad de mi hermano, o sobre el compañero querido que perdió mi padre procurando asistir, en la montaña, a dos hombres perdidos. Mi padre llevó a la joven viuda al aeropuerto.
Cada muerte descorchaba cien botellas en el norte. Todavía las descorcharía si la ocasión se repitiera. La noticia sería que, doce años después de la reconversión de ETA, los crímenes no ganaran votos. Que todos los vascos despreciaran como salmón pasado a los héroes de la patria que —demasiados— reciben con bailes, pasteles y besos a su regreso al pueblo. La noticia sería que Bildu prescindiese del tirón popular de sus gudaris en las tierras más profundas. Que Lander Maruri, después del asesinato del guardia José Manuel García Fernández en 1997 —el pistolero se dirigió hasta el hombre tranquilo cuando cenaba en un restaurante, junto a su esposa, y le disparó en la nuca—, no fuese elegido alcalde.
Cada partido es el retrato de sus votantes. Y en el mismo puñado de tierra, a resguardo entre montañas, Roberto Uriarte (Unidas Podemos) e Iñigo Urkullu (PNV) criticaron la decisión de Bildu con más ferocidad y premura que el presidente de la nación. De modo que el fracaso del terrorismo es relativo: eliminó élites, vació la disidencia y tatuó a color una idea, mi causa o tu muerte, como nazis en Polonia. Pero el tiempo es implacable. Quizá en cien años, cuando los asesinos y los colaboradores críen malvas, llegue un joven político al despacho y decida la nueva emergencia: perseguir tanto homenaje a tanto hijo de puta. Cuando ya nadie asocie nada a su nombre. Cuando ya nadie quede con un vecino acribillado. Y quizá para entonces, en una oportunidad servida para la nostalgia, mi nieto pregunte y se haga el sorprendido.