Faltar a clase era más sencillo con los termómetros de mercurio. No era una tarea cualquiera, porque al acercar el bulbo al calor de la bombilla la columna gris salía disparada, como el lanzamiento de un mal jugador en la ruleta de la suerte, que apuntando al bote cae en la quiebra. Para el juego de los termómetros, como para falsificar la firma o copiar el examen, siempre hubo aficionados y profesionales. Para mí fue todavía más sencillo. La temperatura registraba unas décimas cada mañana sin necesidad de amaños. Me dolían las piernas, la cabeza, el estómago. Me sentía cansado y triste. El médico no encontraba una explicación y mi madre ocultaba con esfuerzo los nervios. ¿Qué lleva a un niño de doce años, doctor, a caer en un estado de enfermedad permanente?
Hace unos meses, leí un reportaje conmovedor en un periódico extranjero. Cada vez que acudía al colegio, al pequeño Alex le aguardaba una sorpresa. Un día lo acorralaban entre cuatro, lo echaban al suelo y lo pateaban: en las piernas, en la cabeza, en el estómago. Otro día, sin levantar el puño y entre cuatro, lo acusaban de matar ucranianos. “Y Alex”, contaba la madre, “no entendía nada”. ¿Qué es la muerte? ¿Qué es el odio? ¿Quién mata? Con once años sólo sientes. Sin comprender, pero con dolor, vives en una familia rusa en un país extranjero. Sin comprender, pero con dolor, descubres que tu miseria es, para otro, una costumbre. Sin comprender, pero con dolor, su miseria es la tuya y modela tu carácter como arcilla.
Del intento de suicidio de los mellizos de Sallent, que saltaron al vacío desde un tercero, me conmovió la explicación de la superviviente: “Lo hice por solidaridad”. A las burlas por su mal catalán, cuando la familia creía que con el castellano de un argentino bastaba, se unió la crisis del hermano que no sobrevivió. Era un chico, pese a nacer chica, y las burlas hacia uno se hicieron insoportables para las dos. De modo que ella lo hizo por solidaridad, por él, por los dos, en una declaración de amor oscura y equivocada.
Quienquiera que se lo proponga encontrará explicación al impulso suicida de un adolescente. La búsqueda es triste y cruel y desgarradora. El verdadero misterio, en estos casos, reside en la conexión instintiva de dos mellizos, inalcanzable para el resto de hermanos, como aproxima la delicadísima serie La maldición de Hill House. Cuando uno de los mellizos corre peligro, el otro, a cientos de kilómetros, siente una inexplicable corazonada y queda invadido por una urgente necesidad de atenderla. Cuando el hermano vuelve a la heroína, algo que sucede con frecuencia, ella siente un espasmo, un mareo, oscurece. Los mellizos están unidos por algo más que la mitad de los genomas, pues están unidos por la única verdad que importa. No hay vida vivible sin el otro, y no tiene sentido, y puede ser devastador para un padre.