Los niños que nos criamos al lado de una estación de tren, escuchando silbidos nocturnos y el grito de madrugada del loco, seguro estamos atravesados por ese lugar tan siniestro y mágico y arrabalero de alguna manera, aunque nunca sepamos exactamente de cuál.
Seguro su runrún nos marcó el carácter: el recordatorio continuo de que todo está en tránsito, en desbandada, en movimiento. La sensación esa de estar siempre de paso, que diría Aute. La posibilidad oxigenante de que una (quemaíta ya hasta las pestañas de unos y de otros) pueda pillar el petate, reliarse el moño a la cabeza, calzarse las gafas de sol al estilo Martirio y subirse en el primer cacharro que salga echando humo para buscar coplillas y follón en otra parte.
Mi frase favorita de Baudelaire decía que hay que añadir dos derechos a la lista de derechos fundamentales del hombre: el derecho al desorden y el derecho a marcharse. Este último siempre ha sido el más importante de todos.
En Málaga siempre dormí (aún lo hago cuando estoy allí) con las persianas de la habitación subidas para ver en la noche las luces azules de la estación desde la cama, alguna cafetería intempestiva que da de mamar a los forasteros y el reloj enorme, imparable, invitándome a no perder más el tiempo, con el impulso enfermo de estar siempre a punto de cambiar salvajemente de lugar, de tabaco, de caras, de amor, de oficio, de aspecto, de vida.
Quizás sea eso: quizás los niños que nos criamos al lado de la estación de tren siempre estemos un poco huyendo, aunque sea sin movernos del piso. Digamos que cuando uno se va físicamente, hace mucho ya que se fue mentalmente. Por eso no sirve de nada correr detrás de nadie: ni de los hombres, ni de las mujeres, ni de los pájaros, ni de los trenes. Quien se va, quien ha tomado la decisión de irse, siempre es ya un extraño. Siempre está más lejos de lo que su cuerpo aparenta.
Yo conozco todas las huidas. La más larga siempre es hacia adentro.
Desde cría observé como espectadora el percalazo que se forma en las estaciones de tren, pero hace catorce años empecé a ser parte jugona de ellas al venirme a Madrid y vivir siempre a caballo entre María Zambrano y Atocha, que menos mal que no hablan pero si hablaran se nos caería el pelo a más de uno.
Entonces las vi. Al principio poco a poco, como a cuentagotas, luego cada vez con más frecuencia.
La verdad es que siempre estuvieron ahí, sólo que yo no había reparado en ellas, en esos fantasmas bellos y trágicos que habitan las terminales: mujeres rotas en la estación de tren. La primera vez que vi una, yo iba arrastrando mi maletilla de ruedas por la acera, formando un verdadero circo de tres pistas, con 18 o 19 años, un aro de plata en la nariz y el pelo naranja, escuchando Violadores del Verso. Entonces vi a la salida de la estación de Málaga a una chica que lloraba angustiosamente, hipando, hablando por teléfono y cargando una mochila enorme. Reventada. Suplicante. Sola.
Me destrozó, además, porque sé que ese tipo de desconsuelo, ese berrinche jodidísimo, gasta un sello de autor muy concreto: viene del desplante, seguramente, de un anormal ególatra y eyaculador precoz. Está estudiado. Por mí.
No pude decirle nada. Me paralicé. Querría haberle dado un pañuelo para que se sonase los moquillos, meterle un abrazo de hermana e invitarla a subir a mi casa a probar la tortilla de mi madre, que además tiene cebollita hecha a fuego lento y jamón serrano. Tortilla para resucitar a las muertas. Amor de mujer para resucitar a las muertas. Cigarro de amiga para resucitar a las muertas. A las niñas rotas de la estación de tren. Son legión.
Encontrármelas me hiere siempre. Es como si la primera, a la que no supe ayudar, no hubiera parado de llorar nunca.
Querría haberle dicho que todo acabaría yendo bien, aunque en ese momento no me creyera. Ni ella ni, del todo, yo a mí misma (porque la niña que llora en la estación impresiona, conmueve, es apocalíptica, la niña tiene ansiedad y se ahoga y le suena el hilillo de aire negro por la garganta, el aire asmático del mal amor, del viaje, de la sorpresa caída en desgracia, de la expectativa radical frustrada, y entonces todo parece pozo negro y pena negra y tren nocturno hasta el centro de la tierra).
Querría haberle dicho que todo acabaría yendo bien, aunque no sería con él, con ese auténtico terrorista que la había dejado dando manotazos al aire como una cucaracha bocarriba (un tipo que luego nunca resulta tan inteligente, ni tan guapo, ni tan divertido, ni tan tierno, ni tan semental como él se cree; un tipo con un único gran don, y es que ella le ama).
Querría haberle dicho que dejaría de importarle. Que un día pensaría en sí misma llorando en una estación de tren y lo vería desde fuera, como si fuese la vida de otra mujer.
Querría haberla invitado a un cigarro mentolado y haberle prometido que le lanzaríamos maldiciones gitanas a ese fiera hasta que, al menos, se quedara calvo prematuramente, por redundar un poco en el terror varonil contemporáneo.
No hice nada de eso. Seguí mi caminito. Por pudor, no sé, por desconcierto.
Pero desde entonces, si me topo con una de ellas, le tiendo un clínex o un pitillo sin mediar palabra, en resistencia silenciosa, y a veces se seca las lágrimas y se lo fuma en silencio, sonriendo con agradecimiento, pacificándose. O, si le da por hablar, le pregunto si necesita algo o si hay que partir una pierna, y entonces suele reírse y aprovecho la bocanada de alegría para decirle que el tren me sale en media hora y que lo mismo nos da tiempo a partir dos, que todo es organizarse.
Hay corresponsales especiales en todas partes. Hay mujeres que cuidan de otras mujeres desconocidas en las estaciones de tren, y en los trenes en marcha, y en la puerta del Zara de Fuencarral y en las cafeterías y en los baños de las discotecas, cuando formamos un Concilio de Trento en tiempo récord y vuelan las mejores estrategias para resolver el entuerto de la noche, y hay toallitas desmaquillantes para arreglar el rímmel corrido del disgusto que sea y nacen támpax infinitos y perfumes y coloretes y pintalabios nuevos con los que se maquillan con mimo las amigas unas a otras, cogiéndose las caritas con delicadeza, con fraternidad.
Somos una sociedad secreta. Funcionamos por empatía y por distritos.
Después del baile vuelvo a casa andando con Nora, comentando esto y lo otro. "Antes tenía la sensación de estar siempre perdiendo trenes. Últimamente pienso que quizás soy yo el tren".
Ya no sé quién lo dijo. Pero la otra lo entendió.