Leo que el 72% de los españoles está a favor de prohibir fumar en las terrazas, el 70% apoya prohibirlo en las paradas de autobús y el 60% en las playas. Me he imaginado durante un segundo ese escenario turbador de un aciago día del futuro: yo echándome un pitillo terrorista, destrangis, por debajito de la mesa, sin pavoneo, sin gloria, sin estética, mientras tomo café con Baileys en el Arcoiris de Olavide al caer la tarde, probablemente en conversación con algún colega, quizá un entrevistado subversivo de la Vieja España, la que no era tan antierótica ni yerma ni mojigata, la que entendía que hay cosas que nos matan un poco y a la vez hacen que la vida merezca la pena. Que esa es la maldición y esa es la gracia.
Seguramente aparezcan dos policías bravos (tienen la manita suelta, los hemos visto en Mataró repartiendo leña a un señor obrero, impertérrito y gigante, que podía haberles matado con un dedo si hubiera querido) para detener a esta chica díscola. Yo ya sólo espero que sean bellos y que me toquen con cuidado el cuellecito, cuando me lo inclinen como a Rato para llevarme esposada en su buga, por si le rasco imaginario lúbrico a la movida.
Sólo espero que me lean mis derechos con ritmo, con entonación, que tampoco han tenido que estudiar tanto. Que me dejen llamar a mi abogado y a mi amigo Raúl Rodríguez para que me eche un cable con el look del día que acuda con gabardina y gafas de sol, metiendo melenazos, a los juzgados de Plaza de Castilla.
¿Pasaré una noche en calabozo? ¿Unos años? A lo mejor aprovecho para sacarme las carreras que siempre quise. Filosofía. Y Psicología. Entiendo que mi falta es grave: es tener deseo y usarlo. Me caerá una década, y bien merecida.
Estas prohibiciones que se acercan encajan mágicamente en la idiosincrasia de España, un país de chivatos, de maderos, de cotorras, un enorme patio de corrala, hipócrita y criticón, que nunca aprendió aquello que decía Escohotado: que uno se vuelve guapo en el "vive y deja vivir", frontera permanente entre sanos y neuróticos. España entera suena a ratos a murmullo de gente triste, sin vida, gente cutre y aleccionadora, hablemos claro: gente fea, y, aún peor, aburrida. España aún no sabe, como dicen las gitanas, que lengua larga es vida corta. Pero lo irá aprendiendo. Lo irá aprendiendo.
Mi amiga Pili lo avisa desde hace años: no te relajes, siempre hay alguien mirando. Esto es estomagante, pero es cierto. Antes nos miraba dios para que no nos masturbásemos estando a solas en el cuarto (los curas les dijeron a los niños que se quedarían ciegos si lo hacían, luego alguno de ellos se encargó de tocarles él mismo, entiendo que para conservarles la vista), más tarde Nietzsche lo mató y se inauguraron casi a la vez nuestra gran crisis espiritual y el aterrador siglo de la vigilancia. Ya jamás estaremos solos. Es la pesadilla del ojo cíclope pestañeando tras nuestra nuca.
Prohibamos el tabaco, abramos la veda de la gran guardería para adultos en la que se está convirtiendo el mundo. Les encanta prohibir lo que no entienden, como la fiesta de toros en Cataluña. Cada cosa prohibida es cosa temida.
¿Prohibimos también el gintonic en este país desquiciado y alcoholizado, donde el veneno líquido es un simpático y normalizado lubricante social? ¿Prohibimos el azúcar? ¿La carne? ¿Los coches? ¿Los juegos, las apuestas? ¿Los deportes de riesgo? ¿Prohibimos el sexo casual? Prohibamos la vida, porque la vida enferma, porque la vida mata. Lo cantaba exquisitamente Nacho Vegas: "Y quiero que sepas que no es la mala vida la que nos mata, que es la vida entera. Toda, toda ella".
Tengo una buena razón para no prohibir jamás fumar en las terrazas, y es la felicidad.
Tengo una buena pregunta para los censores: ¿de quién es el aire?
O, como diría Estopa en el título de su gran disco: ¿la calle es tuya?
Me trago todos los días el humo de sus tubos de escape, sus pitidos impertinentes, sus patinetes eléctricos peinando palomas y ancianas, su violencia acústica (a gritos en los bares), las calles del centro cortadas por las carreritas de los runners, el olor de la gente que ha renunciado al desodorante y a la ducha, sus críos berreando durante tres horas en el AVE Madrid-Málaga y moqueándome la camisa, y tengo que ser amable, tengo que ser muy amable, porque si sientes indiferencia por un bebé eres automáticamente una zorra, pero además de todos estos razonables ejercicios de convivencia en breve no podré llegar a la puñetera calle con la cabeza como un bombo, llena de rutina y paciencia, pisoteada por las inclemencias de un mundo que afortunadamente no está hecho a mi medida (me encargaré personalmente de que no lo esté a la de nadie) y sentarme en un banco a fumarme lentamente un pitillo, en pos de la concordia, de la civilización, de lo bello que construimos juntos, supurando el hastío mundial que a todos nos atraviesa un algún rato.
Entiendo que ellos querrían una especie de apartheid, porque tienen eso de pequeños tiranos, tienen eso de nazis. Son perros del Estado. Ellos querrían que la gente tuviese que elegir entre los amigos que fuman y los que no. Segregarnos, apartarnos como a bichitos raros, meternos en cuadras. No contemplan la negociación, el suave pacto, la feliz y vieja cohabitación en la que hasta hace tan poco asumíamos que hay cosas que odiamos del otro, que nos agreden, que nos enferman, y que no podemos arrancárselas, porque les pertenecen.
Es una mayoría aplastante la que fantasea con prohibir nuestro humito, curiosamente, en un país donde ni la izquierda se pone de acuerdo para abolir la prostitución y salvar a todas esas mujeres de la explotación y la indignidad. Puteros sí, pitillos no. Es Ejpaña.
Le recomendaría a la gente que quiera vivir sin ver fumar a nadie (sin soportar las incomodidades de nadie, en general, mirándose su ombliguito libre de humos) que se fuese a un campo apartado, que se monte una cabaña en Cercedilla, que se tire en un cámping de Cádiz a vender tobilleras. Sorpresa: convivir es, sobre todo, lidiar con lo molesto de los otros. Decía Cernuda: "Aquello que te censuren, cultívalo, porque eso eres tú". Decía Oscar Wilde: "Encuentro en el cigarrillo el placer perfecto. Es exquisito y te deja insatisfecho".
Decía Houellebecq: "La nicotina es una droga perfecta, una droga simple y dura, que no proporciona ninguna alegría y se define totalmente por la carencia y por el cese de esa carencia". Y, lo más importante, decía Bridget Jones: "Los cigarrillos me resultan muy útiles. Me reconforta el hecho de que vaya morirme antes de que las cosas se pongan peor".