Irene Montero es una hipérbole. No es una mujer, es un signo de exclamación -y Amos Oz decía que en eso consistía ser un fanático-. Tiene sentido, al cabo, que esto lo escriba yo, tramposamente, o cualquiera, porque un fanático nunca es uno mismo, siempre son los otros. Me lo cuenta mi amigo psiquiatra Íñigo Rubio. Un fanático es, ante todo, un idealista: “Le mueven ideas sublimes, ansias de justicia, fantasías milenarias. Tiene siempre pendiente una revolución. Quiere cambiar el mundo, que es un desastre, por otro mejor”.
Montero es una fanática porque se encuentra secuestrada por su sistema de creencias, como explicó Kurt Schneider en su libro Las personalidades psicopáticas, pero también por algo peor: porque éstas dotan toda su vida de significado. No hay ningún espacio, ningún gesto, ningún movimiento, ningún afecto que no esté impregnado de su propia política (todos sus novios, antes de Pablo Iglesias, también eran del “movimiento”, porque para ella la ideología es erotismo). Esta cerrazón huele. Segrega. Gotea. Insiste. Irene Montero es un anillo de Saturno. Gira sobre sí misma. Sólo atiende a su propio sentido, a su propia rotación.
Le dolería reconocer que habría sido una gran empresaria, porque, en el fondo, nunca ha dejado de trabajar para sí misma. “Mi vida es mi obra”, que diría Madonna. El resto es un decorado y puede y debe ser pisoteado. Apenas hay nada que conservar en el mundo (la civilización fue mema: unas cuantas pirámides, algunos templos patriarcales, poco más se hizo). Ella está fabricando un plantel nuevo, y el fin justifica los medios. ¿Habrá bajas? Hija, pues no sé, porque el cielo se toma por asalto y no habrás visto tú muchos asaltos de buen rollo.
Fuera de sus ideas, sólo hay estupidez o maldad. Irene Montero siente que encarna el bien, y lo siente de verdad, núbil pero obcecadamente, arraigada como está a su propia inteligencia, que considera suprema. Sentir que tiene razón y que es una incomprendida la ha llenado de rabia y le ha hecho perder (ni siquiera perder, nunca los tuvo) el carisma y el sentido del humor, tan expectorantes en un mundo salvaje como el de la política. La ligereza. Montero no se ríe (no sabe reírse), rechina los dientes. No se relaja. Está alerta. Es joven y vieja al mismo tiempo.
Hay algo tribal en su cerebro, aunque ella se sienta sofisticada intelectualmente e incluso pueda llegar a serlo. El hipotálamo le late que da gusto verlo, con furia de hembra prehistórica avistando un mamut, con reminiscencias de un peligro físico que quedó bien atrás. Es bélica. Está a la que salta. No conoce la palabra “lexatín”. Irene no sabe que reconciliarse no siempre es unir, sino saber soltar, como debería hacer ahora con su viejo y renqueante partido Podemos y con la rubia Sumar. Irene no sabe que querer no es poder. “Despréndete, Irene, respira hondo”, le dirá alguien querido. Pero no le hables de meditación a una chica que sujeta sempiternamente una navaja oxidada, cual garfio, por lo que pueda pasar.
Hubo un tiempo en el que la chavala reivindicaba “la alegría como un derecho”, pero vaya nube negra lleva en lo alto desde entonces.
Es fundamental recordar que Irene es hija única: eso explica algunas cosas. Esa sensación de que la vida es una barra libre, esa naturalidad con la que se acepta ser el centro de atención, esa exigencia de ser mimada y adorada (¿a quién más van a venerar si no?, ¿quién más hay?). Irene no comparte el muñeco: el muñeco es suyo y punto. Irene se come la última croqueta de la fuente. Irene pide un globo de la feria y tiene el globo. Irene le llena la boca de tierra al diminuto delincuente que ha osado colársele en la fila del tobogán. Irene no termina de superar el pensamiento mágico de la infancia, cuando el niño (que desconoce el mundo) mira salir el sol y piensa que el sol sale para él.
Arrastra una tendencia muy adolescente, muy epatante, muy atractiva: ser capaz de señalar con lucidez la grieta, pero no proponer cómo arreglarla.
La pirran los horóscopos, así, como dato. Se siente “muy identificada” con la mujer acuario, donde reconoce todos sus rasgos. Esto da mucha seguridad, mucha fiabilidad en una representante. No puede estar atada a la tierra, está estudiando las fases de la luna para enterarse de cuándo crece más el pelo, ensayando un amarre o metiendo en la nevera fotos de sus enemigos. Durante un tiempo le fue bien, pero los hechizos tienen efecto rebote.
Por todo eso le ha resultado tan difícil, estos últimos meses, pactar con la realidad. Porque siempre tuvo lo que quiso, porque no sabe compartir ni escuchar, porque como le digas algo que la contradiga te mete un bocado que te arranca la nuez, que es lo que ahora llama “autodefensa feminista”. Sus cosas. Ella quiere obediencia. Quiere rendición. Fuera del partido y dentro. Pero ahora Irene se ha tenido que hacer mayor a la fuerza. Ha dado el estirón, digamos. Le han quitado su juguete favorito: el poder.
Se crió largo tiempo en Tormellas, el pueblecito de Ávila de su padre, donde todo el mundo es de derechas y donde aún la llaman “la niña”. Irene disfrutaba de ser díscola, de ser diferente. No necesitaba ser profeta en su tierra: eso la hacía especial, mesiánica. Ella ve cosas que los demás no ven. Es vanguardista. Tiene visiones. Epifanías. Los del pueblo son “gente”, eso también es verdad, su target, pero, a la postre, son “catetos” (eso piensa secretamente). No le molesta. Ella estaba dispuesta a enseñarles el camino a esta panda de alienados, de serviles, de vasallos diestros. Que serán buena peña, pero tienen la cabeza comía.
Estudió Psicología en la Autónoma de Madrid, suponemos que para conocer la mente humana y para entender rápido cómo manipularla, con resultados brillantes: sacó un 9,09. Luego el máster en Psicología de la Educación: 9 matrículas de honor, 9,5 en la tesis. La verdad que es mucho más de lo que pueden decir la mayoría de nuestros políticos, algunos con currículums ficticios, novelados. Irene nunca se especializó en su cartera, hoy Igualdad, pero qué más da porque ella sabe de todo: de género, de marxismo, de lo que le echen.
Montero le rezaba a Gramsci y derrapaba con su turismo Volkswagen por Moratalaz como una gángster: era una mujer y tenía un plan, ¿qué tienes tú?
Sus libros favoritos eran Cien años de soledad (Gabriel García Márquez), La sonrisa etrusca (José Luis Sampedro) y La mujer habitada (Gioconda Belli, insigne feminista). También leía con fruición a Vázquez Montalbán y a Roque Dalton y amaba películas como Amores perros, de Iñárritu, o La vida de Brian, de Terry Jones: es curiosa esta última elección, ya que hace un par de semanas se habló de censurarla por hacer bromas presuntamente tránsfobas. Estas son las cosas del queré.
Una vez leyó a Judith Butler y dijo: pues mira qué exótica, ahora os vais a comer la ideología queer en España, os la voy a trocear para que la traguéis en papilla, porque lo de gobernar para todos está muy bien pero lo revolucionario es que las necesidades de una minoría se impongan a las de la mayoría, y esto es lo que hay. Su Ministerio de Igualdad es LGTB, qué duda cabe, pero ¿feminista? Ya iremos viendo, que, en el fondo, las mujeres son sólo más de la mitad de la población, y eso es mainstream.
Nuestra ministra de Igualdad no sabe definir qué es una mujer.
*
En el partido se lo pasó bien. Le quitó el mismo novio a Errejón que a Tania, es decir, Pablo Iglesias. Cosa de Pablo, claro, que aquí no creemos eso misógino de que toda la culpa fue de Yoko Ono. Parió eslóganes como panes (“sola y borracha quiero llegar a casa”), infantilizó su cartera, la convirtió en un club de amigas donde se llevaban a los bebés al trabajo (¿qué madre real puede hacer eso?) y se celebraban y rodaban los cumpleaños mientras en la habitación de al lado había gente acuchillándose, nivel película coreana. Muy chupi.
Inteligentemente, como acostumbra, se rodeó de colegas menos valiosas que ella, más débiles y más bien tontitas, para que no pudieran quitarle brillo, como la buena de Pam. Irene es la prota. Es más guapa, es más lista, es más líder. Es la abeja reina, arrastra comitiva. Las enseñó muy bien, las aleccionó como a perros: “Si tocan a Irene, nos tocan a todas”, gritaba Ángela en las manifestaciones. Diáfano.
Irene nos explicó, en 2023, que teníamos que hablar de “follar con la regla”, que era una cosa que no sabíamos. Gracias por eso, supongo. Nos habló de romper la "normatividad" y de crear nuevos modelos de vida donde la reproducción y la crianza no estuvieran “en el centro” (como a ella le gusta decir), pero ha tenido tres hijos antes de los 35, como muchas de nuestras madres. Es moderna, pero no tanto.
Nos vendió una política de símbolos y fue acuchillada por uno de ellos: de militar en la PAH a la compra del chalé de Galapagar, un antes y un después en su historia, aunque hace poco le escupiera a una señora impertinente en la calle diciéndole que se lo pudo pillar porque su padre falleció y le dejó una herencia, y que anda y a tomar viento, vieja. Lo cierto es que ha sido acosada como pocos políticos en nuestra democracia y ha vivido situaciones realmente ruines que han terminado de agriarle el carácter, de desencantarla por completo, que es un poco lo que nos pasa a todos cuando nos enfrentamos al mundo adulto, pero ella al menos tiene piscina y con los pies en remojo la cosa cambia.
Irene ha luchado como una miura. Ha sufrido, y eso es digno de compasión. Ha sido devorada por su propio ego. Cuando empezó en política imitaba la oratoria de Iglesias, pero nunca tuvo su charm. De ella han dicho que ha sido “la mejor ministra” y “la peor ministra”, porque el matiz con Montero es imposible. Al final ha acabado generando consenso, eso sí, pero no el que ella deseaba: la odian por igual en la derecha y en la izquierda, aunque hubo un momento en el que, a la par que Ayuso nos soltaba lo de “comunismo o libertad”, los de su ala nos tiraron a la cara un “o defiendes a Irene, o eres fascista”. Creo que no nos quedará más remedio, entonces, a todos, que ser fascistas. Sólo hay una persona que no es fascista en España, y es Irene. Qué suerte. Es el adanismo.
Le reconoceremos un logro increíble: fue capaz de desconvocar una manifestación tan importante como la del 8-M. Eso no lo consigue cualquiera.
A Irene, con su emulado liderazgo masculino, la define maravillosamente aquel poema de Bertolt Brecht llamado A los hombres futuros (título machista, dirá ella, mejor a la “humanidad” futura, o a la “transhumanidad”, o a la “humanided"): “También el odio contra la bajeza desfigura la cara. También la ira contra la injusticia pone ronca la voz. Desgraciadamente, nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad, no pudimos ser amables. Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos en que el hombre sea amigo del hombre, pensad en nosotros con indulgencia”. No parece que vaya a caer esa breva.
Me recuerda a Godard, que decía que la vida tenía que ser colaborativa, ¡y las películas también!, pero cuando lo puso en práctica se dio cuenta de que era extenuante escuchar a los idiotas, que son los otros, y que era mejor, más rápido, que llevase él los mandos. Dulces paradojas.
Irene lo ha purgado todo. Por donde ella pisaba, ya no crecía la hierba. Se enemistó con todo el mundo, hizo rodar cabezas, y ahora es la suya la que pende de un hilo, sujeta por poco tiempo por la sonriente hada madrina Yolanda Díaz (sororidad para quien la merezca, ¿no?). Quien a hierro mata, a hierro muere.
Anteriores entregas de Figuras de la feria electoral: