Concepción, Conchita, Cuca. Concepción sólo en el DNI, Conchita en el colegio, Cuca fuera de él, cuando se hizo dueña de su vida. ¿No es curioso este símbolo iniciático, esta primera deconstrucción nominal? Aquí una mujer que intenta hacerse pequeña ya desde su nombre: aquí una mujer esforzada en desaparecer, en ser leve, en ser discreta.

Cuca, chica sin grandilocuencias. Cuca sacudiéndose las importancias en la selva de los egos, y cómo mola eso. Cuca se llama Cuca y tiene sentido, porque siempre trató de parecer inofensiva. ¿Lo es? No lo sabemos, pero le funciona el look de yo sólo pasaba por aquí, a mí que me registren. 

No te imaginas a alguien que se llame Cuca jodiéndote la vida. Quedaría como una villana rara, algo tintineante e infantil, una historia poco verosímil para contar por acá y por allá. O sea, si te hunde la vida alguien que se llama Cuca, lo mismo es que hasta te lo mereces, porque ella (toda ella) apela a nuestra confianza.

No te imaginas a alguien que se llame Cuca con una media negra en la cabeza y acuchillándote por la espalda. ¿Verdad que no, Pablo Casado? No te lo imaginas, pero un día te descubres a ti mismo arrancándote el último punto de sutura.

Cuca Gamarra.

Cuca Gamarra. Tomás Serrano.

Traicionar en política no es delito, será supervivencia, qué sé yo. Es como un ritual de iniciación. Hay quien dice que no eres periodista hasta que no te demandan. Igual tampoco eres político hasta que no calzas un navajacillo. Quizás el arte sea, al cabo, minimizar los daños, poner al partido por delante, no cebarte, no engolosinarte, no cogerle el gusto a contemplar un reguero de cadáveres que un día fueron casi amigos. En esencia, no convertirte en El Vaquilla, alegre bandolero.

Cuca es limpia para eso, ha procurado serlo. Por eso ve caer faraones, uno tras otro (viene de los tiempos de Rajoy, hoy prácticamente una momia que hace running por Aravaca) y a ella no se le menea ni la ondita del pelo.

Su asepsia es un éxito. Su asepsia es inteligencia.

Es leal a las siglas. Es correcta. Ejecuta. Resuelve. Defiende. Es amable. Es formal. No es que te partas de risa con ella, las cosas como son, con Cuca bien que ahorras en rimmel waterproof, pero tampoco te caerá jamás mal. Ella baila en esa cosa templada, en esa isla confortable del carácter que no rechina y que no enamora. Es intachable sobre el papel, pero en relieve le falta un poquito de flow, un poquito de punch, un poquito de rumba. Esto ya como ustedes lo quieran llamar.

No es malévola. No es perversa. No tiene inquinas. No va a matar. Cuando le mete dos cortes a Pedro Sánchez y se pone con él un poco punki de más, notas que no se lo cree ni ella misma. Notas que le sabe mal pasarse de rosca: no es su dialéctica, sólo la imita por disciplina de partido. Seguro que se escucha desde fuera y se sonroja. Como aquel domingo que perdió el oremus: simpatizantes de Bolsonaro invadieron las sedes de los tres poderes en Brasil, Sánchez lo condenó y ella contestó a su tuit con un alocado "Contigo, en España esto ahora es un simple desorden público...". Era en referencia al delito de sedición, obvio, pero ese no es su estilo. Es imposible reconocerla en la crudeza ni en la violencia dialéctica, aunque a veces se disfrace de Dóberman. 

Cuca Gamarra es un miércoles. ¿A alguien le cambió la vida, alguna vez, en miércoles? Lo dudo, pero sin embargo resulta un día amable, sin excesos, que acaricia el fin de semana. Un día con esperanzas pero sin desfases de alegría. Un día normal. Cenas ligero, lees una novelita, llamas a tu madre, te echas un poco de crema, te acuestas pronto, ningún amante te manda un mensaje a deshora, no transgredes, no sufres, te contentas con estar pacificado. Un día como la vida. La vida es siempre un miércoles, jamás un sábado. Por eso Cuca es leída por España como un personaje natural y habitable, lo bastante seria como para resultar fiable y lo bastante poco como para no parecer soberbia. 

Cuca es olvidable. Eso la hace perfecta, la hace resistente. Es imposible parodiarla (me está resultando extraordinariamente complicado interpretarla), porque carece de rasgos sobresalientes. Las cosas que le gustan también redundan en esa imagen de moderación y de mesura. Disfruta haciendo deporte (es su terapia, porque el psicólogo no lo pisa), cocinando patatas a la riojana (una receta de su abuela) y sellando los tratos en las sobremesas, con apretones de mano, a la vieja usanza. ¿Y quién no?

Es como cuando un sujeto trata de ligar en Tinder y se define como alguien "amigo de sus amigos", a quien le agradan "las series" y "viajar", pero también "estar en casa". Es como ser una croqueta. Así es muy fácil gustarle a todo el mundo, pero igual de sencillo es no dejar huella. 

Cuca, 48 años, sin marido ni esposa, sin hijos, ama a su país pero su patria es chica: Logroño. Vuelve allá a cada rato, cada fin de semana. Le estresa la capital grande y ruidosa, con sus atascos y sus humaredas de coche y cigarros, con las horas perdidas en carreteras escuchando la radio como un zumbido sordo. Viene de la alcaldía y eso la lleva a procurar ser pragmática, a saber pensar en lo pequeño (que acaba siendo lo grande).

Le pierde la gastronomía. Es de codo en barra y no de baile. Se va tardecito de las fiestas, ¡toledana bien! Tiene un perro, un bichón maltés llamado Oliver, al que adora, y dice que a veces se siente más comprendida por él que por los seres humanos. Esto es un clásico de los enamorados de las mascotas, claro, pero resulta especialmente curioso que lo diga una mujer política, porque su trabajo es lidiar con otros ciudadanos pensantes que nunca van a deberle la misma lealtad incondicional y absurda que un can. Con nosotros habrá que negociar, habrá que ceder, habrá que soportar reproches. Pero siempre es más cómodo llegar a casa y encontrar a una criatura que te celebra moviendo la colita. Entendemos a Cuca. Ahí hallará ella su refugio, que tampoco vamos a estar todo el día aguantándole las chapas a unos y a otros. 

El padre de Gamarra, Alfonso, es un exgerente de una empresa de transportes, y su madre, Conchita, era auxiliar de enfermería. Es la mayor de tres hermanos, por lo que se le presupone cierto sentido de la responsabilidad (que convive con un tierno desorden que ella misma reconoce) y, muy especialmente, una capacidad luminosa para abrir puertas.

Si bien de adolescente se encargó de ensanchar la hora de regreso a casa después de las discotecas para que sus hermanos se aprovechasen de su conquista al crecer e ir cogiéndole el relevo, ahora encarna el ala más moderada del PP. Ahí la tienen. Dice con la boca grande que es "feminista" (no le teme a la palabra), dice que por supuesto que existe la violencia machista (que eso no se cuestiona, sino que se combate), dice que iría sin ningún problema a una manifestación LGTBI y dice que está a favor del derecho al aborto. 

Dice que no le gusta encasillarse como "de derechas". Dice que se siente más cerca del PSOE que de Vox (agárrate ahí, que esta es fuerte). Dice que tiene colegas de izquierdas y que podría enamorarse, también, de alguien de ideología zurda, sobre todo porque no va por ahí cogiendo a la gente de la solapa y pidiéndole el carné de nada.

En realidad, Cuca es bastante aperturista. Más, es progresista. Es de estas mujeres con sapiencia y tino que podrían ser votadas sin remilgos por alguien de izquierdas, como la buena de Ana Pastor, tan cabal y respetada en cualquier estrato. 

¿Su única línea roja? Bildu. Por ahí sí que no le toquen las palmas, que tuvo buenas amigas en la juventud que eran hermanas de víctimas del terrorismo. 

Cuca habla para todos. Habla para las masas. Busca consensos. Es lo contrario a una persona sectaria, porque ha resultado siempre anfíbica entre dos mundos, (¡entre dos aguas, como Paco de Lucía!): por ejemplo, aunque recibiese una educación muy religiosa y sea creyente, no es en absoluto ortodoxa. A esta periodista que les escribe, de hecho, su jefa de prensa le rechazó la posibilidad de ser fotografiada para una entrevista en una iglesia de Madrid. Sentía que eso no la identificaba: más claro, el agua bendita. A Cuca, ya lo vemos, no le gusta recibir órdenes (ni de los padres, ni de los santos, ni de nadie). Pero tampoco darlas. 

Quién no querría tener al lado a Cuca, una Sancho Panza intachable, sin afán de protagonismo, que hace brillar a los de primera fila, que hace que las cosas rueden. Es su vocación de muleta del poderoso lo que la vuelve tan aclamada entre sus propias filas. Sabes que no tiene carácter ni colmillo de líder, sabes que no te adelantará (por la izquierda no, pero por la derecha, menos), sabes que no quiere tu sitio, sólo afianzarse en el suyo. Así se ha convertido en un activo fundamental del partido. Del barco de Chanquete no la moverán. Del de Feijóo tampoco, aunque esta vez, esperemos, sin fotos con narcos gallegos. 

Anteriores entregas de Figuras de la feria electoral:

1. Macarena Olona, la última folclórica

2. Irene Montero, la fanática que logró el consenso: la odia igual la izquierda y la derecha