Francisco Ibáñez se ha muerto en pleno verano. Me temo que es la estación a la que más le asociamos sus muchos millones de lectores. A toalla y a piscina, a la diversión cuando los demás duermen (la siesta), a Súper Mortadelo con un lustro de antigüedad comprado en una estación de tren o en el quiosco del lugar de vacaciones. A cuándo nos sobraba el tiempo libre y aprendimos a llenarlo sumergiéndonos en un mundo que no necesitaba llevarnos a galaxias lejanas ni a escenarios recónditos.
Era el mismo que observábamos en la vida cotidiana, un tanto deformado para dar cabida a disfraces que se podían poner al segundo y a estallidos brutales de violencia que no dejaban más secuela que unos chichones que desaparecían en la siguiente viñeta.
La genialidad de Francisco Ibáñez se hace muy presente en sus portadas. Se puede pasar uno horas mirándolas y seguir descubriendo detalles nuevos. Un gato que fuma y lanza una granada. Un ratón a punto de lanzarse desde un archivador para planear sobre dos tablones. Dinosaurios aposentados en las azoteas de los edificios. Un chupete colgando del bastón de un profeta. Distintos restos óseos asomando por las esquinas. Una tortuga apostillando el chiste principal. La firma como otra posibilidad más para hacer reír.
Aquellas primeras lecturas desordenadas (cuanto cayera en nuestras manos) nos permitían ir comprobando que su talento se adaptaba a cada formato. Los primeros Mortadelo y Filemón ("Agencia de Información"), detectives privados, resolvían sus aventuras en historietas cortas, generalmente de una sola página.
El éxito de Tintín y Astérix lleva a Bruguera a apostar por la fórmula del álbum o historia larga. Ibáñez no tardó en dominarla. La conversión en agentes de inteligencia y el añadido del resto de personajes fueron un acierto. Es posible que el esquema resultara repetitivo, pero la previsibilidad es un rasgo apreciado en las primeras fases lectoras.
El acabado de los últimos años podía ser más apresurado que aquel primer El sulfato atómico (1969). En lo que Goscinny y Uderzo hacían un Astérix, Ibáñez hacía seis Mortadelos. Hay que partir de esa exigencia de trabajo antes de hacer cualquier comparación.
La sátira de la actualidad, a la que se abonó después de recuperar los derechos de Mortadelo tras un amargo conflicto editorial, dio pie a álbumes memorables: La Gomeztroika (1989) o El atasco de influencias (1990) ya anticipaban en sus títulos ese punto perfecto de vitriolo para que el blanco del humor no perdiera su color.
Resultaría casi suicida contraponerlo a Hergé. Pero ambos alcanzaron la excelencia en la expresividad de los rostros. Cada uno a su estilo. El esfuerzo de estar realizando una tarea, con la lengua fuera ligeramente ladeada. Una mueca que nos dice a la vez "la que he liado, esto se va a poner muy negro". O lo que mi hermana bautizó como "los dignos de Ibáñez". Un gesto de desentenderse, "a mí, usted, ¿qué me cuenta?", "ande yo caliente", generalmente en la cara de algún personaje secundario que asiste a la acción principal.
Quedarse en Mortadelo es un error. Lo mejor de terminar un álbum era el complemento en forma de 13 rue del Percebe (qué compendio de sociología). Sacarino retrató como nadie las relaciones laborales en el microcosmos de la oficina. De la influencia de su autor da cuenta de hasta qué punto Rompetechos es ejemplo de problemas de visión y Pepe Gotera y Otilio de trabajo mal hecho.
Ibáñez luce hasta en las rarezas. Cuando tuvo que inventarse personajes nuevos durante el secuestro de sus clásicos por Bruguera, se sacó de la chistera a Chicha, Tato y Clodoveo… de profesión, sin empleo (1986). O el paro juvenil visto desde el prisma del tebeo de tres décadas antes.
Estamos en deuda por la diversión y por lo aprendido. El valor del dinero lo empezamos a tasar en función de los importes de la colección Olé, la Magos del Humor y los Súper Humor.
El conjunto del universo Bruguera ha conseguido que el imaginario que se desprende del rodillo final de Asignatura Pendiente (1977), dirigida por José Luis Garci (nacido en 1944) o de La infancia recuperada (1976), escrito por Fernando Savater (nacido en 1947) no difiera gran cosa de los que vinimos al mundo cuarenta años después e incluso de los que nos sucedieron.
En algún rincón de España, un niño abrirá hoy por primera vez un Mortadelo. Eso sí que es el ciclo sin fin, y no lo de El rey león.