Hace un mes sostenía aquí por qué dotar a Ucrania de verdaderas garantías de seguridad es esencial para la paz en Europa. Definí esas garantías como compromisos legales o políticos por parte de un Estado, de una organización o de varios de ellos que implican cierta obligatoriedad en la asistencia a la defensa de otro Estado.
Si bien tales garantías no tienen por qué ser directamente militares, su valor central radica en que tienen un papel disuasorio. ¿Por qué? Porque el agresor de turno intuye que habrá consecuencias si cruza la línea roja.
La línea roja más potente de Europa son las fronteras OTAN, cuyo artículo 5 de defensa colectiva establece que un ataque armado contra un miembro o varios de ellos se considerará un ataque contra todos. Ese artículo 5, garantía de seguridad por antonomasia, es un seguro de vida para las naciones europeas y sus ciudadanos (aunque muchos de ellos vivan felizmente ignorantes del mismo).
En la raíz de la gran invasión rusa de Ucrania y de los bombardeos diarios contra ciudades y civiles, que son su consecuencia, está un problema siempre presente en estas agresiones históricas: la impunidad. La de Rusia y la de su liderazgo. Si Putin invadió Ucrania es porque podía. No porque Ucrania fuera a entrar en la OTAN, sino porque no estaba en la OTAN (o en la UE).
Es la misma impunidad con la que Rusia amenaza de nuevo la seguridad alimentaria global al suspender su participación en el acuerdo del grano del mar Negro, bloqueando militarmente las salidas de ese grano ucraniano clave a los mercados mundiales.
Cualquier plan para una paz justa y duradera (no me refiero a las propuestas de capitulación e indefensión de Ucrania y a la condena a la esclavitud de sus gentes que esgrimen aquellos que desvirtúan el pacifismo) pasa por la Carta de Naciones Unidas y por dotar de verdaderas garantías de seguridad a Ucrania.
Pero no con un Budapest 2. Me refiero al malogrado Memorando de Budapest que en 1994 firmó Ucrania junto a Estados Unidos, Reino Unido y Rusia, por el que entregaba su arsenal nuclear a Rusia a cambio de garantías de respeto a su integridad territorial y de no uso de armas nucleares.
Tampoco con un Bucarest 2, en referencia a la cumbre de la Alianza de 2008 que afirmó genéricamente que "el futuro de Ucrania está en la OTAN". Meses después, Rusia invadió Georgia y, en 2014, Ucrania, país que era entonces neutral.
Desde esta perspectiva, la cumbre de la OTAN en Vilna deja resultados mixtos. Algunos de sus debates han carecido de claridad conceptual (interesadamente) y partido de premisas falsas que están en la base de los graves errores estratégicos que nos han conducido a donde estamos.
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¿Se acuerdan de cómo algunos argumentaron que entregar tanques a Ucrania desencadenaría una Tercera Guerra Mundial? Por supuesto, eso no ha pasado ni pasará cuando lleguen los aviones occidentales. No ha habido escalada rusa contra Occidente (el régimen ruso escala contra los débiles, civiles mayormente).
Como tampoco pasará con los misiles de largo alcance que necesitan urgentemente los ucranianos para destruir la infraestructura y la logística militar rusa que sostienen la agresión y la ocupación.
Estos debates falsos y autorreferenciales contribuyen a que se pierdan valiosas oportunidades. Desde luego, en el plano militar (hace más de un año que algunos abogábamos por los tanques), sirviéndoselas en bandeja a Rusia.
Con la idea de la membresía de Ucrania en la OTAN pasa algo parecido. Al más alto nivel político se ha dicho y especulado que ello supondría la entrada directa de la Alianza en la guerra. Pero es que eso (y lo saben bien algunos que así hablan) no estaba en la mesa ahora ni fue una petición ucraniana. Kiev es consciente de dicha imposibilidad mientras dure la guerra.
De Vilna se esperaba un mensaje más claro. Idealmente, una invitación con una perspectiva clara para Ucrania de que entrará tan pronto como sea posible tras la guerra. Hubiera sido una señal rotunda para Rusia: tarde o temprano no podrá seguir atacando Ucrania, ni amenazando al resto de Europa y al mundo occidental para ello.
Eso hubiera contribuido a acortar la guerra al reducir las opciones de Rusia. Hay ideas plausibles sobre cómo acotar una cobertura de la Alianza a Ucrania, protegiendo mejor las fronteras de la OTAN y reduciendo escenarios de conflicto con Rusia.
Pero de Vilna no ha llegado esa claridad. El texto de la cumbre mantiene la ambigüedad y roza la perogrullada diplomática. "Ucrania entrará cuando los aliados lo acuerden y cumpla las condiciones". Obvio.
No es un Bucarest 2, pero no debe extrañar que muchos ucranianos y sus aliados más cercanos así lo lean. En Washington empiezan a pesar demasiado la impaciencia y el calendario doméstico. Y crecen planes B, a veces propuestos por los mismos detrás de los errores de Obama en 2014, cuando la anexión de Crimea.
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El temor es doble. Que una eventual adhesión de Ucrania se use mañana como moneda de cambio con Rusia, y que estos titubeos alienten al Kremlin a prolongar la guerra y la destrucción de Ucrania.
Tales divisiones ensombrecieron una cumbre en cuyo marco sí ha habido potenciales avances. El G7 aprobó una declaración paraguas, a la que se ha adherido España, para iniciar negociaciones bilaterales con Kiev con vistas a acordar compromisos de seguridad. A largo plazo, también para el apoyo militar y financiero a cambio de reformas. Veremos en qué se sustanciarán estos compromisos, que serán a la carta y que nunca podrán sustituir a la OTAN.
Estas tensiones latentes crecerán por las prisas de algunos en intentar terminar mal esta guerra, aunque la realidad sea tozuda. El régimen de Putin sigue apostando por la victoria total. Y, por tanto, por la conquista y destrucción de la Ucrania libre. En Ucrania lo tienen claro: una reciente encuesta muestra que casi un 90% de los ucranianos esperan estar en la OTAN en 2030. Y en torno a un 76% es contrario a que esto sea moneda de trueque con Rusia.
Apoyar a Ucrania no es caridad. Y algunos líderes son responsables de que a veces así se mal entienda. Es interés vital de seguridad para Europa y Occidente que Ucrania salga victoriosa (aunque los parámetros concretos pueden variar) y Rusia derrotada.
No quiero calificar Vilna como una oportunidad perdida. Y ya sé eso de que la política y sobre todo la diplomacia son, a menudo, el arte de lo posible. Pero estoy convencido que nuestros tiempos precisan más audacia estratégica, no más medias tintas que han fracasado estrepitosamente.