Este fin de semana Jason Statham vuelve a pelearse con tiburones, y ya me entusiasma lo que ha dicho de ella un crítico en Estados Unidos. "Megalodón 2 parece escrita por un programa de inteligencia artificial". Todo lo que se estira se deforma.
A mí el cine de escualos siempre me deja perpleja. Tal vez por haberme criado estivalmente en la bahía de Cádiz, donde lo único que te podía rozar el tobillo era un alga en los días de levante o el salvaslip de alguna marrana que debería perder su condición bípeda y comenzar desplazarse a cuatro patas. La idea de enfrentarme a una simulación de terror controlado, protagonizado por tiburones, me resulta tan atractiva como un streaming de videojuegos. Las fobias ajenas siempre se antojan, en principio, un poco absurdas.
A mí lo que me aterra, por ejemplo, es que el avión se caiga en mitad del océano. Que un sashimi de atún le alquile mi intestino a un gusano kilométrico. Que entren en casa mientras duermo. Y, en vacaciones, tener que compartir espacio vital durante más de tres horas seguidas con otros. Conocidos y extraños.
Gwyneth Paltrow se ha lanzado a lo último. Ha puesto la casa de invitados de su jardín en Airbnb. La percha de la campaña: quiere acabar con la soledad que fragmenta nuestras vidas. Que luchemos contra la falta de comunidad, que estemos más conectados. Yo lo que quiero en verano es que nadie se acuerde de mi nombre hasta, por lo menos, el 5 de septiembre. Y que me dejen con mis libros y mis películas y mis minihelados de postre diario mientras lucho por el único transhumanismo que me interesa: que mi cuerpo se funda con el sofá.
Paltrow dejó de ser actriz para convertirse en aspiración. Tras la fundación de Goop, su plataforma y marca de estilo de vida, con su armario, su casa y su piel se alicatan cuentas de inspiración en Instagram y en Pinterest. Andrew Huberman es, desde hace un tiempo, su edición masculina. Aunque él no recomienda duchas de vapor para los genitales. Él es profesor de neurobiología en la facultad de Medicina de Stanford. Apila millones de seguidores en Instagram y en YouTube.
Su pódcast, The Huberman Lab, cuyos episodios llegan a alcanzar las tres horas de duración, se cuela con frecuencia entre los diez más escuchados de Spotify y Apple. Sus oyentes suelen ser hombres. Buscan aprender sobre los circuitos de recompensa del cerebro, el ayuno intermitente, la eficiencia del ejercicio físico o atajos para amaestrar el metabolismo. Entre bloques de preguntas, patrocina batidos vitamínicos y tests para conocer el efecto de la glucosa en el rendimiento personal.
Para impartir sus charlas, los gurús del fitness para hombres se suelen colgar la capa de la ciencia. Charlotean sobre sus cuerpos como si se enfrentaran a la construcción de una nave aeroespacial. Todo es importante y muy científico, todo es serio, este cuerpo es una máquina, esto no es vanidad.
Mientras que las femeninas acaban anunciando infusiones detox y descuentos para leggings reductoras, los popes masculinos recomiendan proteínas de suero de leche y revelan sus historiales con los anabolizantes. Dopping, o sea, de gimnasio. Hiela la naturalidad con la que @heroefitness, por ejemplo, reconoce ser consciente de que, por el uso de hormonas, no llegará a la vejez. Ciclarse y morir.
A principios de siglo, en un anuncio de Special K era una mujer la que abría con un golpe de cadera una puerta de cristal. Su silueta formaba entonces el logo de la marca. Con una dieta variada y un poco de ejercicio, contaron durante años, una cena de leche con cereales durante 15 días contribuiría a la pérdida de peso. Años más tarde, una empresa de zumos prensados en frío aseguraba que bebiendo sus productos durante una semana los kilos se licuarían.
La dieta Dukan infectó durante meses las páginas de las revistas femeninas. Aún hoy, antes de verano, rebrota. Las manos de extraños llevan décadas infiltrándose en los platos de las mujeres. Tal vez eso también explique que no suelan ser ellas quienes espolvorean con proteínas sus cafés. La resistencia se levantó en la adolescencia.
Es verano y hay mujeres que en el mar se bañan con bermudas para que nadie se fije en sus estrías. Que, sentadas en la arena, se tapan con la toalla los hoyuelos de los muslos. Pero en la playa sólo vigila el socorrista. El resto, por lo general, está demasiado obsesionado observando su propio cuerpo. Uno que debería, en esencia, emplearse para que nos lleve de un sitio a otro y para pasárselo bien con él. Cuando la restricción moldea la vida, uno se convierte en su siervo.
Lo único a lo que se debería temer en la playa es al bocado de un tiburón. Aunque en realidad solo sea una bolsa de Cheeto's.