Todo el mundo habla de El Grand Prix del verano, pero aquí no ha visto el programa ni el tato. Si en su reestreno el lunes 24 de julio tuvo una media de 2 millones y medio de espectadores, el pasado 31 se quedó en 2,2 millones. Que, oye, es un grandísimo éxito para la tele hoy en día, y más aún en verano.

Traducido resulta que, siendo generosos, y fiándonos ciegamente de estos datos de audiencia, pongamos que entre un día y otro se han ventilado el concurso entero tres millones de españoles. Que si en nuestro país somos algo más de 47 millones supone un 6,5% de la población.

Cristinini, Ramón García y Michelle Calvó, presentadores de El Gran Prix. TVE

En resumen, haciendo las cuentas de la vieja, no llegan al 7% los compatriotas que han visto alguno de los dos programas de El Grand Prix en su regreso a Televisión Española casi 20 años después. La nostalgia tiene cifra real: el mismo número aproximado que los votantes de Vox el 23-J: 3.034.000 (sobre un censo electoral de 37,4 millones).

Sin embargo, entenderán ustedes que hablo de dos tipos de nostalgias distintas. Por un lado, la de los millenials como yo que nos criamos viendo a Ramontxu y compañía. Y cuyo retorno dos décadas después nos retrotrae a la época en la que fuimos más felices. Los amplísimos y libérrimos veranos de nuestra niñez con los primos, la piscina y la bicicleta.

Por el otro, los nostálgicos (suelen ser varones y boomers) que dicen que el programa "es una mierda" porque ya no hay vaquilla ("mierda de animalistas", maldicen quienes si por ellos fuera sacaban 6 miuras y a Morante con el puro). Y porque, "con la tontería woke", ya no hay ni azafatas macizas como en los programas de Jesús Gil.

"Y luego está la parida de la paridad en las pruebas", sueltan con el agudo ingenio con el que se refieren al ministerio de Igualdad como de "igual da". Chistecillos de pacharán.

Asimismo, en la otra orilla, aunque no sean nostálgicos (bueno, quizás de Torquemada), están quienes sin haber visto el programa sacan la polémica del fondo de la piscina. Quienes acusan a Ramón García de "gordófobo" por no sé qué, o de "machista" porque se acompaña de dos chicas jóvenes y monas.

En fin, esas dos Españas que si no pueden atizar a las hormigas de peluche porque están de vacaciones, la toman con una vaquilla de trapo. Porque algún hueso tienen que morder con su rabia. Y si no está Pablo Motos, pues ahí que van a darle al bueno de Ramontxu.

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Pero a lo que iba. El Grand Prix le pasa como a Vox, que todo el mundo habla del partido pero nadie le vota. Y que todo el mundo habla de concurso pero nadie lo ve.

Que sí, que ha batido record anual de audiencias en su estreno y patatín, patatán. Pero que estamos hablando de que esa marca no llega a los 2,5 millones de espectadores, mientras que la segunda edición del programa, en 1996, tuvo una media de 4 millones. Esta decimoquinta acabará por debajo de los 2 millones. ¿Quién ve hoy la tele? Y en agosto, encima.

Toda esta perorata alfanumérica para contarles que tienen ustedes la suerte o la desgracia de estar leyendo a alguien que, en este caso por motivos laborales, ha tenido que ver las entregas de El Gran Prix emitidas hasta la fecha (incluyendo la de anoche). Por ello (como intuyo que ustedes no lo han visto), y como aquí hemos venido a opinar, les diré lo que me parece el remozado concurso.

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El Grand Prix en esencia es (era) una fiesta patronal de pueblo trasladada a un plató. Villarriba y Villabajo. La vaquilla, la verbena, la charanga, la cucaña, la carrera de sacos, el santo, el alcalde borrachín, el pilón y la traca.

Esa es la gracia, la clave de su éxito. En una España de huérfanos de pueblo aparece un concurso en la tele que te hace sentirte un paisano más durante dos horas. Porque nuestra querencia natural es tomar partido, claro. Amarillos o azules. Y durante un rato eres más villanovense que Manolito el cojo o más salobreñera que la niña de Mari la de los del pozo.

Este formato, al trasladarse al presente, ha tenido que pasar bajo el palo del limbo moral, tan a ras de suelo, que ha obligado a sus hacedores a realizar contorsiones propias de un portavoz sanchista. Y se ha desnaturalizado, perdiendo su campechanía y frescura original.

['El Grand Prix' y su gran labor para acabar con ese empeño de polarizar una España rica y diversa]

Oye, y que me parece fantástico que Ramontxu le pregunte al capitán del equipo azul si tiene novia o novio. Tampoco echo en falta a unas mamachichos entre juego y juego. Y entiendo perfectamente que una condición sine qua non para la vuelta del concurso era la de no meter una becerra en el plató.

Mas en tiempos de censura es momento de tirar de ingenio (como hacía Miguel Delibes con el franquismo, por ejemplo). Y si estas carencias fundamentales son reemplazadas por niñerías como un dinosaurio, un payaso acróbata y una streamer, acabas haciendo de un programa familiar un concurso infantil. Más propio de emitirse en Clan que en La 1 de TVE.

Le deseo larga vida al Grand Prix, pero me da que va a aguantar hasta donde llegue el coletazo de nostalgia. Como Vox. Tres millones y tres millones que, al tiempo, acabarán cabiendo en una placita de toros de capea.