El relato del verano lo están escribiendo estos días los turistas rescatados de Etiopía. Y lo tiene todo. Hasta algo de razón.
El relato exhibe, claro, la previsible y típica hipocresía veraniega de quien busca turismo de aventuras y se queja porque los etíopes comen con las manos. Y también la hipocresía, quién sabe si peor, de quien va a Etiopía en busca de un viaje tranquilito para descubrir la cultura local, perderse por sus callejuelas, hacerse fotos con los niños negritos que viven frente al hotel y volver para contarnos lo felices que son allí con lo poco que tienen.
Está también la ilusión comprensible y tan compartida de buscar el viaje auténtico y original que no hace el cualquiera para poder sentirse, al menos estos días al año, un poquito especial. Y para poder, a la vuelta, contárselo a los demás.
Pero todas estas quejas tan naturales y todas estas lecciones tan tópicas tienen para nuestro futuro un precio mucho mayor que la huella de carbono del vuelo en avión. Todas ellas llevan a la misma y terrible exigencia socialdemócrata, liberticida, de poder elegir libremente nuestra propia aventura con la absoluta seguridad de que el Estado, el ejército, la diplomacia, lo que sea, pero algo, nos librará de cualquier mal.
Lo que piden estos pobres turistas es perfectamente infantil pero perfectamente razonable. Si esto podía pasar, ¿por qué nos dejaban viajar? ¿Por qué nos vendieron el viaje, por qué nos concedieron el visado, por qué no nos avisaron de que en Etiopía comen con las manos? ¿Soy yo acaso guardián de mi propia seguridad? ¿No pago yo agencias, seguros e impuestos para que alguien cuide de mí?
Declaraciones cinco de los veraneantes en Etiopía a su llegada a Madrid (dos primeras) y a Barcelona (el resto). pic.twitter.com/Omz7ksf3cl
— 🚲 (@resd9) August 14, 2023
Dejemos estas preguntas como retóricas. Y como ejemplo de la profunda inmadurez con la que el ser humano es capaz de sobrevivir hasta edades antes consideradas maduras.
La lógica de estos pobres turistas es la lógica del Estado moderno, que tiene la obligación de proteger a sus ciudadanos donde quiera que estén. Sean cuales sean sus circunstancias y sus responsabilidades e idioteces porque para eso se supone que lo queremos, obedecemos y hasta adoramos como a un Dios.
Esta es su razón de ser. El Estado protege ergo obliga. El Estado moderno, burocratizado, el que tenemos en este Occidente imperfecto y decadente y que no tienen en estos países puros y vírgenes de nuestra influencia como la Etiopía de los folletos de la agencia. Y por eso el Estado es nuestra salvación y nuestra condena, porque como decía Don Draper: "People want to be told what to do so badly that they'll listen to anyone".
A un agente de viajes exóticos para funcionarios jubilados que les asegure que el viaje es aventurado y seguro al mismo tiempo. O al becario de turno del ministerio de exteriores etíope que les conceda al visado porqué, oh, sorpresa, esos etíopes que son tan felices sin nada preferirían serlo con un poco más de nuestro dinero.
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Todo lo que están pidiendo estos buenos ciudadanos cuando a su vuelta a la rutina piden, ¡exigen incluso!, que se les proteja de sus posibles errores en simplemente que el Estado cumpla su parte del trato con un poco más de decoro.
Es una exigencia que deberíamos hacer nuestra si no entendiésemos a donde lleva.
Todos querríamos, como los turistas en cuestión o como el presidente Bartlet, ir por el mundo con un cartelito que nos identificase como "civis romanus" o algo así. Haciéndonos intocables y casi invisibles para el mal, y permitiéndonos gozar de la ilusión de la autenticidad. De ver y disfrutar el mundo como el mundo es en realidad, sin la influencia de los otros turistas, de los que no son como nosotros.
Pero el precio a pagar por ello es exactamente el que exigen estos afortunados guiris: una tiranía como la que no ha conocido el hombre. Una tiranía global, que no permite a los etíopes comer con las manos ni dar golpes de Estado. O una tiranía local, donde el Estado garantice tu seguridad veraniega encerrándote en un camping sin alcohol, azúcar, cubiertos metálicos ni columpios.