Cuando éramos niños, comíamos helados en la Plaza del Castillo. Era verano. Luego, en invierno, tomábamos fritos de jamón y queso en las sillas metálicas de sus terrazas. Si llovía, corríamos a refugiarnos en los porches. Había un trozo de porche especial. El porche de la esquina, el del hotel La Perla, donde sin saber muy bien por qué, corríamos más despacio.
Asomábamos la cabeza desde fuera, cuando algún viajero de esos que hablaban idiomas que nunca habíamos oído cruzaba la puerta automática y nos descubría el interior. Había en La Perla un busto de Hemingway que nos miraba. Una especie de apóstol con barba blanca del que sabíamos muy poco. Apenas un par de cosas: que bebía y escribía.
Los niños de Pamplona miran a La Perla porque ahí está el mundo. Todo lo que algún día descubrirán, ¡todo lo que les costará una vida descubrir!, está aparentemente al alcance de la mano; al otro lado del porche. Las lenguas, las lámparas, los trajes, las alfombras, los hombres misteriosos, las mujeres misteriosas.
Esa era la vista desde nuestros pantalones cortos. Parecía que lo podíamos tocar, pero nos quedábamos fuera porque hasta un niño sabe que en un hotel no se juega, que un hotel no se incendia. Lo aprendimos por la vía del asombro: aquello era para mirar, no para alborotar.
Nos fuimos haciendo mayores. Viajamos de las mañanas en los porches a las noches en los porches. Con la copa en la mano, supimos que en La Perla habían dormido los autores de las historias que nos acababan de sumergir en la cultura: Mario Vargas Llosa, Woody Allen, Orson Welles, Charles Chaplin. También los reyes, a quienes se odia o se ama con visceralidad.
¿Cómo era posible? ¿Qué ocurría allí dentro? Teníamos veinte años. Mirábamos de otra manera, mirábamos a veces ebrios, con ojos alucinados. Ya no éramos inocentes. Nos acercábamos al porche. Los hombres misteriosos, las mujeres misteriosas, se adentraban en la luz amarilla del hotel recién salidos de la oscuridad. El sonido de la puerta automática y después… nada.
A los niños de Pamplona nos pasa con La Perla. A los de San Sebastián, con el María Cristina. A los de Madrid, con el Palace. A los de Barcelona, con el Oriente. Y es injusto. Los hoteles, como las embajadas, son las aguas internacionales de nuestras ciudades. Los lugares más intrépidos, los más enigmáticos, cuyos habitantes jamás han visto.
Los hoteles nos atraen porque sus inquilinos están viviendo un capítulo de excepcionalidad. Están haciendo algo que puede que nunca más hagan. Son seres humanos en un remolino de hechos infrecuentes. La Perla era para nosotros como un libro, como una película, como un cómic. Y queríamos ver.
Cabe hacer una locura y dejar nuestras casas para ir a los hoteles de nuestras ciudades a dormir, pero la racionalidad y nuestra educación judeocristiana nos lo impiden. En Madrid o Barcelona, existe un segundo camino para visitarlos: tener amante. Pero es imposible tener amante en Pamplona.
Uno de los mayores privilegios de escribir en un periódico es el salvoconducto para escudriñar los lugares prohibidos a la mayoría; los lugares extremos: los hoteles, las cárceles, el Palacio Real, el Congreso, la Zarzuela, la Audiencia Nacional, la casa del crimen. Hay gente entrando diariamente a estos lugares, cada uno al suyo; pero sólo los periodistas podemos entrar sin levantar sospechas a todos y cada uno de ellos.
Tuve que empezar a escribir para conocer La Perla. Fue un día de San Fermín. Había quedado con John Hemingway para hacerle una entrevista, el nieto de aquel hombre de barba blanca que tanto nos había mirado desde el busto de la entrada. Pedí permiso a Rafael Moreno, el director del hotel, cuarta generación de propietarios.
Rafael, como Hemingway, estaba allí. Lo veía desde el porche. Es un hombre que siempre ha tenido el mismo aspecto que ahora. Las camisas de vivos colores, el bigote blanco peinado como Dalí –aunque mucho más frondoso–, el pelo engominado hacia atrás. No hay gente tan elegante en Pamplona, pero él estaba dentro del hotel. Formaba parte del estado de excepción.
Me impactó cuando lo conocí. Esa sensación de permanencia, de raíces en un sitio, como si se tratara de uno de esos seres sólo posibles en las películas de ciencia ficción, que pierden la vida y su corporeidad cuando se alejan de determinado lugar. Sólo he visto a Rafael en la puerta del hotel y en el Café Iruña, al que se puede llegar sin salir del porche. El otro día lo entendí todo: Rafael Moreno nació dentro de La Perla. Y no me atreví a preguntarle si morirá en el mismo sitio, aunque lo di por hecho.
Concedido el permiso, sin haber leído todavía la entrevista, Rafael añadió: “Oye, si un día quieres ver el hotel, no tienes más que pedírmelo”. Le contesté: “¿Estás seguro? Te voy a llamar de verdad, ¿eh?”. Pasados los años, la semana pasada me decidí a gastar ese cartucho. “Rafael, estoy en Pamplona. ¿Me enseñas el hotel?”.
Con barba, con un metro más de altura, ¡con alguna cana incluso!, crucé al fin la puerta automática. Los recepcionistas, tan elegantes, sonreían; Hemingway era un amigo y no daba miedo pisar las alfombras.
Ocurre algo extraordinario en La Perla. Es algo mágico, más propio de la corte de los milagros de Valle-Inclán que de lo real. La familia propietaria ha ido salvando del tiempo las mesas, los letreros y los butacones. Incluso ha recuperado de lugares insospechados las vértebras del hotel que desaparecieron en el mar de los siglos. Porque este hotel, que fue “grand hotel” hasta que el franquismo prohibió los nombres afrancesados, nació en 1881.
Estaba la central telefónica, con conexión a todos los países del mundo. Los relojes viejos en hilera, cada uno con la hora de su confín. Nos topamos, antes de subir en el ascensor actual, con el ascensor de madera vieja, que subía con gente pero bajaba vacío. El mismo donde un Rafael niño explicaba a los huéspedes que la caída, de producirse, sería a una bodega preciosa. El mismo donde un sueco metió a seis señoras a la vez para darles “clases de vuelo”.
Desde el piso dedicado a los reyes, nos asomamos por la ventana a un patio interior. Se aparecieron las casas tal cual eran hace más de cien años. Porque aquello había sido una calle, un callejón, el callejón de la sal, que comunicaba la Estafeta con la Plaza del Castillo.
Luego miramos al cielo, asomados a izquierda y derecha. Encontramos una vista sólo posible desde aquí y desde muy pocos edificios más de la ciudad. A un lado, esas “torres toscanas” de la iglesia de San Cernin que fascinaron a Eugenio d’Ors. Al otro, la catedral, con su rosetón y sus arbotantes en caída libre hacia la ciudad.
Luego fuimos pasando por las habitaciones. Sólo por las que estaban vacías; Rafael fue muy amable conmigo, pero para él los huéspedes siempre son lo primero. Hay tras cada puerta algo especial. El lujo cinco estrellas se repite, pero las vitrinas, los cuadros, las paredes… Todo está poblado de objetos tocados o poseídos antes por quienes dan nombre al dormitorio: el propio Hemingway, Pablo Sarasate, Juan Belmonte, Muñoz Seca, Orson Welles, Manolete.
Acabamos la visita en la biblioteca, en el piso de abajo. Enmoquetada, con un piano precioso de hace cientos de años, con las partituras abiertas del XIX, como si la música no hubiera dejado de sonar desde entonces.
Al fondo, una vitrina enorme, acristalada. Ahí estaba el secreto, aquello que los niños de Pamplona buscábamos sin saberlo desde el porche: cientos de libros escritos por los autores más leídos de nuestro tiempo, firmados con una evocación sobre su paso por el hotel.
Era sábado. Salí a la plaza, a mi lugar natural. Había visto mi Pamplona, la de siempre, ¡pero con muchísimos ojos! La ciudad… ya no era la misma.