Este 13 de septiembre se cumplen cien años del inicio de las rupturas constitucionales en España. El general Miguel Primo de Rivera inauguró ese día un gobierno de poder personal que tendría amplia influencia en el resto del siglo XX. A la inestabilidad gubernamental, debida al camino iniciado para la transición del sistema parlamentario liberal de 1876 hacia la democracia, siguió algo mucho peor: la inestabilidad constitucional.
Después de 1923, a la vista de que un "grito" militar había hecho caer un gobierno y una Constitución, líderes políticos de todas las tendencias y sindicatos se creyeron igualmente capaces y legitimados para subvertir el orden público.
Contra Primo de Rivera, con la bandera de la libertad, el liberal Romanones y el conservador Sánchez Guerra intentaron golpes de Estado. El pacto republicano de San Sebastián de 1930 era insurreccional y durante la II República, el general Sanjurjo fracasó en una intentona militar contra el gobierno. Después anarquistas, separatistas catalanes, socialistas y comunistas se sublevaron contra el gobierno de la República en 1934.
El golpe militar del 18 de julio de 1936, al fracasar en Madrid y en varias capitales de provincias, dio inicio a una cruenta guerra civil. Muchos de los que celebraron el golpe de 1923 no vieron la línea de continuidad de rupturas y no imaginaron que, trece años después, ellos mismos iban a ser víctimas mortales de la polarización e inestabilidad política. Es una lección de la historia que conviene no olvidar.
Con ocasión de este centenario se han publicado numerosos libros sobre la dictadura de Primo de Rivera, entre los que destaca el minucioso estudio, 1923. El golpe de Estado que cambió la Historia de España, sobre los prolegómenos del golpe, recientemente publicado por el historiador Roberto Villa.
La mayoría de esos libros eximen a S. M. el rey Alfonso XIII de la responsabilidad de la preparación o estímulo del golpe de Primo de Rivera. El rey se vio obligado a aceptar la ruptura del orden constitucional por un ultimátum del general Primo de Rivera, que don Alfonso recibió en un telegrama cifrado, el 14 de septiembre por la mañana, nada más llegar a Madrid desde San Sebastián:
Si los políticos, en defensa de clase, forman frente único, nosotros lo formaríamos con el pueblo sano que almacena tantas energías contra ellos, y a esta resolución, hoy moderada, le daríamos carácter sangriento.
El rey tuvo conocimiento del pronunciamiento de la guarnición de Barcelona el día 12 al mediodía. Hasta el día 13, la opinión pública ignoró el golpe militar. En aquellas horas, Alfonso XIII padeció los peores momentos de su reinado. Sólo y sin consejeros en San Sebastián (salvo el ministro de Jornada, Santiago Alba, perseguido por Primo de Rivera) tenía que decidir entre tres opciones:
1. Someterse a un general golpista.
2. Apoyar a su legítimo gobierno y enfrentarse con decisión y energía a parte del ejército.
3. Proceder a un exilio en Francia (a 20 kilómetros, a media hora desde San Sebastián) para no profanar su solemne juramento de cumplir y defender la Constitución de 1876.
Nunca sabremos lo que hubiera ocurrido si el rey hubiera adoptado cualquiera de las otras dos opciones: el exilio o el rechazo del golpe. Muy probablemente, enfrentarse a Primo de Rivera le pareció inviable por la división, debilidad y desgaste de los partidos dinásticos. Lo que sí sabemos es que la aceptación de la dictadura fue el elemento principal de la descomposición definitiva de los partidos dinásticos y reformistas que sustentaban el régimen liberal parlamentario y el crecimiento exponencial del apoyo a los partidos republicanos.
No hay determinismo en la historia. Del mismo modo que el establecimiento de la II República no tenía por qué conducir a una guerra civil, la aceptación de la dictadura no tenía necesariamente que conducir al rey al exilio en 1931. El rey pensó (ese fue su error, y lo pagó con el destronamiento) que pasado el periodo dictatorial podría reconducir la situación hacia una nueva normalidad constitucional. De hecho, durante 1930 el horizonte republicano no se apreciaba y la república irrumpió en abril de 1931 de un modo inesperado, sorpresivo y pacífico.
La derecha política e historiográfica viene haciendo, desde hace décadas, un balance positivo de los seis años de aquel periodo dictatorial. Es hora de revertir esa opinión, pues de otro modo resulta imposible comprender el fracaso de la evolución hacia la estabilidad y la democracia interrumpida en 1923. Las obras públicas, la represión de la violencia anarquista, la pacificación de Marruecos (gracias en gran medida al concurso de Francia) y el crecimiento económico en el contexto internacional de los felices años 20 no compensaron la ruptura de la legalidad constitucional.
El programa regeneracionista de Primo de Rivera proscribía la política en beneficio de la gestión. Casi se podría decir que el peor legado del primorriverismo, además del de arrastrar al rey al exilio, es la tendencia en la derecha española a considerar muy favorablemente la gestión tecnocrática y la ausencia de la "política" como un elemento de gobierno, dejando al resto de partidos políticos las iniciativas políticas reformistas.
El franquismo, hasta la presidencia de Arias Navarro en 1973, con su intento de recuperar la política frente a la tecnocracia, fue heredero de ese regeneracionismo de gestión, "apolítico". Un regeneracionismo de ministros funcionarios tecnócratas (según el precedente primorriverista) tiende a emerger y dominar la derecha española como se pudo comprobar desde 2011, durante el periodo tecnocrático de gestión y pasividad de Mariano Rajoy, de tan nefastas consecuencias.
Sin duda, aquel golpe de Estado de 1923 cambió la historia de España. A los políticos y estudiosos de mi generación nos pareció que el gran encuentro de la Transición democrática de 1978 significaba una rectificación de lo peor del siglo XX: polarización, guerra y dictadura.
Me temo que, incomprensiblemente, estamos cerca de otro nuevo gran fracaso y todos tenemos una parte de responsabilidad.
Cien años después, asistimos a una nueva crisis política por violación e incumplimiento de la Constitución. La Transición, a diferencia de la II República, se concibió como un sistema de centro, inclusivo y moderado. Un sistema que se soporta en tres pilares: la Corona, la socialdemocracia y el centroderecha. Si falla uno de esos tres sustentos del edificio, este se derrumba.
Las declaraciones del expresidente del Gobierno corresponden a un comportamiento antidemocrático y golpista.
— Isabel Rodríguez García (@isabelrguez) September 12, 2023
Le pedimos a Feijóo que, de manera inmediata, hoy mismo, le pida al señor Aznar una rectificación por estas gravísimas palabras. pic.twitter.com/2zaUQfkyev
Los políticos españoles harían bien en aprender de la experiencia y considerar que no sale gratis contradecir el espíritu y la letra de la Constitución. Hacerlo tendrá consecuencias no sólo para la élite política, como en 1923, sino para el conjunto de los españoles. Por ello, no basta con denunciar el golpismo anticonstitucional desde el gobierno en funciones. Nos afecta a todos y es preciso, como dice Alfonso Guerra, "actuar, rebelarnos".