En el último artículo de su blog, Josep Borrell describe cómo, si bien el mundo es más multipolar, no es necesariamente más multilateral. Al contrario: el multilateralismo está en retirada en un contexto en el que poderes grandes y medianos pugnan por sus intereses en detrimento de normas e instituciones comunes.
Durante bastantes años, en el entorno de las relaciones internacionales, ha sido un axioma que avanzamos a un mundo más multipolar, entendido como diferente a la bipolaridad de la Guerra Fría o al breve momento relativamente unipolar, con Estados Unidos a la cabeza, que siguió al final de la Unión Soviética.
Entre académicos, analistas y algunos políticos, tal era (o es) el odio a Estados Unidos y la sensación de pequeñez propia frente al poder de Washington, que ese era un escenario deseado. Muchos cayeron en la trampa narrativa china y rusa de abogar por un mundo más multipolar como sinónimo de más equilibrado, igualitario y justo. Pero para Pekín y Moscú significaba sólo proseguir sus propias agendas sin limitaciones de reglas "occidentales".
Normativistas europeos, por su parte, insistían en la necesidad de un mundo más multilateral. Es decir, uno de mayor respeto a las reglas comunes de la gobernanza global en comercio, derechos humanos y etcétera. Donde la fuerza bruta y la geopolítica violenta quedaran relegadas a un segundo plano. Normas, comercio y cooperación aunando intereses comunes lograrían mitigar esa geopolítica y los conflictos que son su consecuencia.
Este pensamiento ha guiado la construcción de la Unión Europea de las últimas décadas, la autopercepción de su papel en el mundo y, en consecuencia, su modelo de política exterior en ciernes.
Viendo el panorama de los últimos años, uno piensa en la máxima de "cuidado con lo que deseas". Si acaso, rige más aún la premisa de Tucídides de que "los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben". Con la diferencia de que los débiles, a menudo, no quieren un mundo más justo e igualitario. Quieren ellos también ser fuertes para oprimir a sus minorías y pugnar por sus intereses como los demás.
Pensemos en las demandas de mayor representatividad en órganos internacionales para países del mal llamado Sur Global, que académicos y comentaristas han cacareado sin parar. Así, una cumbre del G20 en Nueva Deli incapaz de condenar a Rusia por su brutal invasión de Ucrania, que viola varias normas perentorias de la Carta de la ONU y del orden moderno en su conjunto. "Ni con Goebbels ni con los judíos", decía ácidamente un observador.
En el discurso de los golpistas de Níger y cualquiera de las juntas que estos días surgen en el Sahel se suele encontrar verborrea contra el "intervencionismo colonial" francés. Pero el ruso, fetén.
A la fallida delegación africana que en junio visitó Ucrania y Rusia, más que el respeto a la Declaración Universal de Derechos Humanos, empezando por los de los niños y niñas ucranianos, le preocupaba que esta "crisis" terminara como fuera para poder seguir recibiendo grano ucraniano. Un interés legítimo, pero es inevitable luego ser escéptico ante lecciones antioccidentales de moral que llegan de esos gobiernos y, sobre todo, de sus élites.
[Editorial: El G20 anticipa las tensiones del futuro orden multipolar]
Luego hay discursos nocivos contra la justicia internacional, uno de los pocos recursos que tenemos frente a las atrocidades que son el resultado de la geopolítica de autócratas y tiranos. Lula dijo ufanamente que Putin asistiría a la próxima reunión del G20 en Brasil, en 2024, y que no sería arrestado, aunque desde marzo pende sobre él una orden internacional de arresto emitida por la Corte Penal Internacional a raíz de la deportación de decenas de miles de niños ucranianos (indicio de genocidio según la Convención de 1948). Aventuro que llegarán más cargos contra Putin por crímenes de guerra y quizá contra la humanidad.
Brasil ha ratificado el Estatuto de Roma, lo que les obligaría a arrestar al presidente ruso como presunto criminal de guerra (lo de "presunto" aquí, mero formalismo legal). Eso parece no gustarle a Lula, que tuvo que recular (alguien le debió recordar la separación de poderes y el papel de su propio sistema judicial en ese proceso). No sin antes casi lamentar que Brasil fuera parte de la Corte. "Los países emergentes", dijo, "firman a menudo cosas que les son perjudiciales". Otro ejercicio de demagogia: ni Estados Unidos, ni Rusia ni China apoyan dicho tribunal.
Hay, en fin, situaciones que vienen de lejos, pero que resultan cada vez más odiosas. Es el caso de una Rusia que alardea de un mundo más multipolar y que hace guiños al Sur Global. Pero que a la vez bloquea de forma sistemática el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas cuando se tratan cuestiones absolutamente básicas, como el uso de armas químicas contra la población civil en Siria (blanqueando a Damasco).
Sus propios crímenes en Ucrania son otro motivo más para expulsarla de dicho órgano (que Rusia se quedara sin más con el asiento de la Unión Soviética en ese Consejo es de hecho discutible legalmente, pero fue otro de los gestos con Moscú en los años 90).
Con Estados Unidos en perenne crisis democrática, y que parece pendular de nuevo al aislacionismo, y una Europa aún lejos de asumir el papel que debe para la defensa de sus intereses y valores, el mundo es menos occidental.
Eso no implica que vaya a ser mejor. Por ahora, de hecho, pinta que será peor, desde luego para la noción de justicia. Algunos hablan de una era de impunidad, ejercicio de poder sin responsabilidad y crímenes sin castigo. Ucrania es hoy el ejemplo más atroz, no el único.
Si no respetamos y reforzamos los mecanismos básicos de justicia internacional y de asunción de responsabilidades por crímenes de agresión, de guerra, contra la humanidad y de genocidio, eso reflejará bastante bien el mundo al que vamos.