Sucedió hace años. Mi amiga vivió un amor largo y doloroso, cruento, de esos que no se denuncian pero deberían. Amasó violencia y desprecios. Silencios. Castigos. Cuando por fin pudo dejarlo, cuando se volvió a caer bien a sí misma, cuando cocinó fuerza y recordó cuánto la queríamos el resto, una de las primeras cosas que hizo fue apuntarse a un taller de escritura.
Ella nunca había escrito, no más que unos diarios y unos borradores románticos de niña, cuando la vida aún no la había desencantado. Eran cartas imposibles a amores imposibles: el chaval de los ojos claros que trabajaba en la zapatería del barrio, el compañero de clase con el que nunca habló, al que le caía el pelo así sobre la frente, así, ya sabes, como una promesa. Eran textos como botellas echadas al océano, con mensajes platónicos y errantes de mujercita brillante y tímida, de chica de suspiro que empaña el cristal.
Pero tenía talento. Lo tiene. Por eso le pedí, cuando avanzó el curso, que me pasase las cosas que iba escribiendo, para comentarlas juntas. Al principio no me di cuenta, o no quise darme. Pero en el cuarto o quinto relato que me pasó, ya no pude negar el patrón. En todos había un hombre muerto. Un hombre asesinado por una mujer de forma más o menos obvia. A veces eran muertes violentas, a veces tiraba de envenenamiento: eso el día que la pillabas floja.
El caso es que ante mis ojos desfiló una procesión de tipos que caían por las ventanas, empujados, con los cráneos reventados contra el asfalto; tipos acuchillados o estrellados contra el cristal de su coche por un táctico fallo en la rueda; tipos podridos en almacenes perdidos, tipos descuartizados y rotos, tipos flotando en el río más sucio de la ciudad. Entendí entonces que todos eran el mismo tipo, el que intentó matarla en vida pero no pudo. Entendí que esa era su venganza poética. Entendí que una no puede escribir sobre los hombres sin escribir, en el fondo, de un solo hombre.
La parte mojigata que hay en mí (que pesa, por desgracia) se quedó atónita por la saña con la que volvía a matarle una y otra vez, una y otra vez, y en cada nueva ocasión más elocuente y exacta, más artística, más perversa, encallando ya en el crimen de autor. Nunca me había parecido más lista ni más temible. Me asustó que esas dos cosas vayan de la mano casi siempre.
La miré con otros ojos. La miré nuevamente, de una vez y para siempre.
Uno no sabe lo sádico que puede ser hasta que se pone a escribir y deja que las manos se muevan solas. Uno no sabe lo sádico que puede ser hasta que toma la revancha literaria, allá en el submundo simbólico donde todo es posible y nada es delito. Nadie sabe, nadie puede intuir, cuántas ideas geniales tenemos para hacer el mal, y lo que nos convierte en honorables, que es elegir no ponerlas en práctica.
Mi amiga es del todo una mujer dulce, una mujer buena, una mujer obligada a ser dócil. Pero mi amiga es también, del todo, una mujer cansada, una mujer herida y una mujer rabiosa. Lo escribía Ray Loriga: "Los perros apaleados son los que muerden". "Sí, pero nunca a su dueño", decía otro. Hasta que le perdemos el respeto también al amo, o sobre todo al amo, y clavamos los dientes en el folio.
A mí todo aquello me interesó soberanamente y también me dio miedo, porque me derrumba la herencia judeocristiana o quizá un esoterismo secreto donde se me figura que lo que sucede en la ficción dialoga constantemente con lo que sucede en la vida, o, mejor: lo invoca. Soy una víctima del pensamiento mágico. Lo soy porque he visto a los personajes de las novelas cobrar vida u ocupar el cuerpo de seres humanos que yo conocía. Se mezclaron, lo hicieron, y ya nunca volvieron atrás. Eran destinos unidos por un cordel clarísimo, imperceptible a los ojos pragmáticos. Se volvieron indistinguibles y les vi caminar y caerse.
A mí me parece, romántica y absurdamente, que lo que uno desea, lo que uno escribe, lo que uno maldice, adquiere peso en el mundo material: ordena las cosas, las prepara para el cambio. Por eso me cuesta mucho matar a la gente en la ficción (más si están directamente inspirados en personas reales), porque soy una bruja buena y creo que con eso les arranco un trozo de carne y de ánimo. Hija, no sé: un gran poder conlleva una gran responsabilidad, o eso nos contaron.
Sin embargo, vengo desdiciéndome. Vengo sacudiéndome las cobardías poéticas. Ahora pienso que una tiene derecho a ser salvaje. Una tiene derecho a acariciar a la bestia. Una tiene derecho a ponerla a su servicio, a luchar por su favor. Lo pensaba estos días, cuando escuchaba la canción en la que Shakira le desea prácticamente el hoyo a su suegro: ''Dicen por ahí que no hay mal que más de cien años dura, pero ahí sigue mi exsuegro que no pisa sepultura". De entrada, me pareció obsceno. Ahora he cambado de idea y me parece bien, mira tú qué veleta.
Pensé en Animales nocturnos, esa película exquisita de Tom Ford donde una novela se toma la revancha de un desamor. Allá un libro hace justicia. Otro tipo de justicia. Una oscura y angustiante. ¡Tan poderosa, a su modo, que yo no sé...!
Es imposible calibrar la profundidad de las cuchilladas literarias. Las únicas que hoy podemos medir son las que nos clavan en vida. Juguemos.
Una tiene derecho a matar a los hijos de puta sin pasar veinte años en prisión. Por tanto: escribamos.