No se puede decir que Cerrar los ojos, de Víctor Erice, es una película aburrida. Lo he notado en las últimas semanas: algún espectador me lo ha reconocido de últimas, como avergonzado, en un audio clandestino o en una confesión privada, pero que no salga de aquí. Bueno. 

Es verdad que yo la vi en un pase matinal, que siempre inspira algo incómodo y sucio, algo medio onírico y desubicado: trazas de after pasado de rosca. Yo había dormido mis ocho horas esa noche, pero di unas cabezadas tremendas, me pesaba el cráneo de tanto buen cine (a ver qué es eso), lo que seguramente me convierte en una persona vil, vulgar, insultante y perezosa, en una gandula sin criterio, poco más que una víctima del mainstream, del turbocapitalismo y del brilli-brilli, que me lo da todo cocinaíto para que me lo coma sin pensar, y yo me lo como. Muchachita, eres tan débil...  

Luché como una cucaracha panza arriba para mantenerme despierta. Cerrar los ojos era un título elocuente porque hablaba de mi anhelo total: morirme en el nido de aquella butaca, ensordecer como un teléfono descolgado. 

Mi cretinismo es largo e insolente: soy la típica zorra que quiere divertirse o conmoverse, y si no pasan ninguna de las dos cosas, se va. De las fiestas, de las camas, de los bares, de los libros. No defenderé la cultura como flagelo. ¡Cultura ríspida que dignifica y engrandece...! Cultura como un clavo en una mano para colgarte en una cruz y salvar a los hombres de sí mismos. Cultura tramposa que te hace creer que cuanto menos interesante te parezca la obra (cómete tres horas de metraje, fíngete apasionado) más profunda y valiosa es. ¡Es mentira! Es mentira. 

*

No soy tan lista como la gente a la que le ha fascinado la película. Hablamos de gente realmente privilegiada, trascendente, versada, gente astuta como un ratón, gente con un ojo médium que ve lo traspuesto, gente docta, gente honda, gente experta en cine y en todo lo demás, gente que flota en el tiempo como una hoja en el otoño (esas son las metáforas que celebran ellos, las vintage, las parsimoniosas, las bucólicas, las que contradicen la vida espídica; ¿rancias? No, eso lo has dicho tú, rancias no son, son solemnes, son graves y persistentes, imágenes densas pero desnudas que sobreviven a las modas y los estilos del mundo). 

Fotograma de Cerrar los ojos, de Erice.

Fotograma de Cerrar los ojos, de Erice.

Tú no puedes decir que la película de Erice te ha dado sueño sin convertirte automáticamente en un pelele del sistema. Porque esta película ha jugado a esa dicotomía, muy lúcidamente, pero también de un modo simplista y sonrojante, para tener al prestigio de su parte: o estás con la poesía o estás con la actualidad. Es decir, con él o contra él. Con sus películas o con las de la maquinaria. Con el cine o con la empresa. La verdad es que este tipo es extraordinario, perversísimo en su fulgor cenizo de maestro incomprendido, sumergido en esa rabia misántropa suya que nos salpica y nos pone frente a un espejo.

La crítica se ha acojonado del tirón y ha dicho: "¡Con la poesía, con la poesía! ¿Con quién voy a estar? Soy listo, soy listo. Erice, yo te entiendo... ¿Será que los otros ya han sido captados por la rueda?". Qué tragaderas tienen los pobres, qué pánico a no ser especiales. Te dirán que esto es una obra maestra y no se les caerá la cara de vergüenza ni nada. Sus nostalgias, sus mitomanías antiguas y su empeño en ganarse el favor de los directores cascarrabias les han vuelto paranoides: ven visiones que se adaptan a lo que desean escribir, a lo que ya han decidido que escribirán. Digamos que lo completan.

Si tú no las ves, espabila. 

*

Cerrar los ojos. La historia de un reputado y mujeriego actor (Coronado) que desaparece de un día para otro mientras rueda una película dirigida por su mejor amigo (Manolo Solo), que a ver si tampoco lo era tanto al final. Al pasar los años, un programa de televisión recupera su misterioso caso y le hace un perfil al esfumado (¿se suicidó?, ¿se piró porque quiso?, ¿perdió la memoria por un accidente...?, no llega a importarme en ningún momento), reactivando su búsqueda. Vamos conociéndole a partir de las voces de los que le amaron o le envidiaron, personajes grises, desinflados, melancólicos, flecos rotos de la vida que no lograron tener. Algo se perdió por el camino. 

"También somos lo que hemos perdido", dice Iñárritu en el final de Amores Perros, la película que dedica a su hijo Luciano Mateo, fallecido a los pocos días de nacer. Cerrar los ojos dice algo más radical y fúnebre: sólo somos lo que hemos perdido. 

*

Ésta es la película de los que, como Fitzgerald, hablan con la autoridad que les otorga el fracaso. 

Ésta es la obra de un autor francamente mosqueado con las lógicas de la modernidad, el éxito numérico, el morbo, la prisa, la gloria y la imposición de la felicidad (hasta aquí de acuerdo en todo), pero en ese desprecio arrasa también lo bello, de la misma forma en que la quimioterapia mata también las células sanas. Y muere entonces la posibilidad del amor, de la complicidad, de la prosperidad, de la libido, del humor, de la comodidad. Muere el derecho a tener una buena vida sin flagelarse por ello, sin sentirse un traidor o un mercenario.

Hablamos de un filme parido contra el "arte disuelto en una cultura festiva y decorativa, o, lo que es lo mismo, doméstica", como dice muy afiladamente su creador. Y tanto es así, tan vehementemente, que parece que nos castiga por haber disfrutado de otras cosas más banales: nos castra. Una cosa es que un filme no busque seducirte (esto sería mansedumbre artística) y otra es que te mortifique, te anule o se sienta superior a ti. Cerrar los ojos no te abraza, te secuestra en el cine y consigue lo que deseaba: hacerte sentir un gilipollas. 

Diría que tanto la obra como el autor han comprado un discurso reaccionario y obsoleto, y es que sólo la amargura merece respeto intelectual

*

Esta es una película ascética que hace apología de lo parco, de lo discreto y de lo humilde, y no deja de ser curioso tratándose de una obra de tres horazas alargadas hasta el narcisismo y que no para de hablar de la vida de su propio director. De sus frustraciones. De sus culpas. De sí mismo, de sí mismo, y tan firmemente... 

*

[Viene spoiler]

Lo peor de la película es que se sobreexplica. El lenguaje del Erice que yo amé y que aún amo, el que me cambió la vida con El Sur y El espíritu de la colmena, era un lenguaje simbólico, sugestivo, lírico, onírico, un lenguaje en comunión con lo secreto y lo indecible, un lenguaje coqueteante con lo sobrenatural. Con el cuento, el sueño, el mito, el tabú, la historia, la mirada taumatúrgica de los niños. 

Sin embargo, en esta película esa grandeza se pierde. Todo se nombra y por eso se vuelve ordinario y manso. Cuando al final de la película encuentran al protagonista, nos calzan hasta una opinión médica no solicitada (que subraya la enfermedad neurodegenerativa que fue asolando al actor). ¿Había realmente necesidad de esa explicación clínica que arrasa toda intriga posible, toda reserva, todo sigilo? 

La memoria es uno de los grandes temas de la vida, por no decir el único, el tema-matriz. Y es resuelto vulgarmente, de forma biologicista, por uno de los hombres más indiscutiblemente brillantes que dio esta España nuestra. Da igual, le admiraré siempre. Pero yo sigo eligiendo ver fantasmas.  Yo sigo eligiendo creer que lo mejor del sur es verlo en postales, soñarlo tierra prometida y no llegar nunca a él.