Carlos Bardem, en la promoción de su última novela (de cuyo nombre no quiero acordarme, pero sé que se pone en la piel de un rinoceronte), vino a defender la idea de que el Imperio español es un invento del nacionalismo español. Esto es, un mero subproducto ideológico sin trasfondo histórico real.

El "imperio hispano" es un puro instrumento ideológico-político, un flatus vocis sin referencia, que ha estado al servicio del españolismo contemporáneo, sin más. Ingleses, franceses, turcos, piratas berberiscos y demás rivales históricos del Imperio de los Austrias no reconocían, por lo visto, a los españoles como enemigos, a pesar de encontrarse con ellos en el campo de batalla. Tampoco, al parecer, las cancillerías y cuerpos diplomáticos (para empezar la de la sede papal) tenían en cuenta a España y el imperio en sus tratados de paz o acuerdos en general.

Sin embargo, a poco que uno explore la literatura y documentación del siglo XVI se topa con un mastodonte político que, desde luego, no pasa desapercibido en la archivística: el Archivo Histórico Nacional, el Archivo General de Indias o el mismo Archivo de Simancas son resultado del paso del Imperio español por la historia. Como para no hacerse notar, con todo ese papeleo, legajos y legajos que hablan de España y del Imperio de los Austrias.

Las propias discusiones teológicas y jurídicas que recorren la primera mitad del siglo XVI (desde la Junta de Burgos a la de Valladolid, Relecciones de Vitoria, Bulas del Papa Paulo III, los Democrates de Sepúlveda, las obras políticas de Vives, las Cartas de relación de Cortés...) acerca de la legitimidad o ilegitimidad de la presencia y soberanía de los españoles en el Nuevo Mundo, y acerca de la compatibilidad de la vida cristiana con la milicia militar en la lucha contra el Turco, pero también contra el Indio, tienen por resultado la determinación de una norma política imperialista (lo que Pidal llamó "la idea imperial de Carlos V"), muy real, que presidirá las relaciones entre los distintos reinos y virreinos hispanos en los, como poco, 200 años siguientes.

Es lo que Campanella llamó Monarquía Hispana, perfectamente reconocible para sus coetáneos como entidad política, y cuya acción analizó el propio Maquiavelo, en su Príncipe, en los albores de la acción hegemónica de España en Italia (Benedetto Croce, Thomas Dandelet y Giuseppe Galasso han dedicado importantes estudios historiograficos a la acción de España en Italia).

En el siglo XVI, pues, se genera una norma política que va a determinar durante cuatro siglos la situación política de múltiples reinos y virreinatos coordinados. Es decir, un "orden mundial" (valga la redundancia) relativamente estable (Pax Hispana) generado por el Imperio español, que si, por una ficción, se borrara de la historia universal (como el protagonista de Qué bello es vivir), esta sería completamente diferente.

Cuatrocientos años (Habsburgo, Borbones, Independencia) de "realización" de tal proyecto son muchos años, o por lo menos demasiados como para declarar, como ha hecho Bardem, su inexistencia.

Pero, además, la acción de España como imperio es la que abre, la que inaugura con Portugal, un nuevo mundo oceánico, que saca a la civilización grecorromana del ámbito, de su confinamiento mediterráneo. Con la acción náutica de España y Portugal, una vez que esta desborda los límites peninsulares en su lucha frente al Islam y se abren paso el "vínculo trasatlántico" y posteriormente el "transpacífico" (Filipinas e islas del "Mar del Sur"), su alcance se hará notar a escala planetaria, inédita hasta el momento para cualquier imperio. Un imperio en el que, en definitiva, y según la conocida expresión del también italiano Ariosto, "no se pone el sol". 

En fin, que aún tras despertar del sueño españolista, el mastodonte (mayor que un rinoceronte) sigue ahí, en los archivos y en la arqueología.