A Mónica Zarraluqui y a las matronas que hicieron feliz el viaje a la vida de Lucas
–Dentro de una hora, empezaremos con el expulsivo. Si quieres salir a comer algo, es el momento.
Dudé. Teresa me dijo que saliera. Teresa estaba subida en una de esas camas que parecen naves espaciales. El expulsivo. Sonaba tremendo. Iba a ser tremendo. Teresa era el presidente Truman a punto de lanzar la bomba atómica y yo, a su lado, resultaba una especie de Oppenheimer, padre de la criatura, agazapado en el suelo y temiendo los efectos devastadores.
Compré un bocata de jamón en la cafetería, pero preferí comerlo fuera. Era de noche. Quería apuntar en alguna parte el color del cielo que iba a recibir a Lucas. Tráfico de ambulancias. Médicos y enfermeras tomando el aire que a mí me faltaba. Unas cuantas furgonetas. Y el cielo. Un cielo extraño con rayos y truenos, casi de color granate. Miré bien y luego ensayé: "Lucas, llegaste en medio de una tormenta. El cielo era muy raro, casi de color granate".
Encontré a Teresa con la espalda incorporada, en vertical. Teresa es pequeñita, pero se había hecho gigante a lomos de las contracciones. Yo la abracé en todo momento, pero dudaba con las frases. Joder, es mucho más difícil hablar en esos instantes que escribir una columna. Me suele decir un amigo: "Qué envidia, ahí tenéis el don de la palabra".
Estaba Teresa con un dolor horrible. Me animó una enfermera, así un poco zen: "Háblale, exprésate". Le dije a Teresa: "Mira, corazón, estamos en un barco. El mar, aunque no te lo creas, está en calma y las contracciones son las olas que vienen". Era una idiotez, pero fue lo que me salió. La cagué. "¡Dani, ya sabes que me mareo en los barcos!". Es verdad, lo sabía perfectamente.
Encontré a Teresa, como decía, en vertical, gigante y sonriendo. Nos acompañaban algunas matronas: Puy, Sandra y nuestra amiga Mónica. Ellas sí tienen el don de la palabra en los momentos difíciles. Las oía hablar y me acordaba del puto barco.
Como he estudiado en un colegio de monjas, me cuesta escribir palabrotas. Las digo con muchísima frecuencia, incluso blasfemo sin querer, pero escribirlas me cuesta. Ahora lo hago porque sé que los partos son indómitos y están llenos de ellas.
Agarré de la mano a Teresa, que era un animal salvaje. Por primera vez en mi vida, no me dieron miedo los animales salvajes. La luz de los rayos, que se colaba por la ventana, le iluminaba el rostro. Teresa, que es tan guapa, con ese rostro de veterano de Vietnam.
Me dijo Mónica, la matrona: "¿Quieres verle la cabecita a Lucas?". Me asomé. Al fondo del centro de la tierra, vi la cabeza de mi hijo. Creo que empecé a toser, se me cayó algo al suelo. Tenía un hijo en una tripa que se movía desde hace meses, pero en ese momento lo estaba viendo. Estaba viendo a Lucas. Automáticamente, me pregunté: "Pero, ¿cómo va a sacarlo de ahí?". Entonces, acerté… porque me lo pregunté para mis adentros. A Teresa, en cambio, le dije: "Vamos, ¡que ya lo vemos! ¡Dentro de nada está aquí!".
Al fin la cara de Lucas. Tenía, lo estoy viendo, los ojos cerrados y la boca cerrada. Era un ser acuático que, en ese preciso instante, dejaba de serlo. Acerqué la cabeza y conté. Uno, dos, tres, cuatro, cinco dedos. La otra mano: uno, dos, tres, cuatro, cinco. Un pie, el otro.
Lucas tardó muy poco en romper a llorar. Lo acostaron en el pecho de su madre. Estaba morado. Era un morado que me sonaba de algo. Miré por la ventana. Los rayos, los truenos. Lucas era del color del cielo.
Para tomarle el pelo, solía decirle a su madre una semana antes del parto: "¿Has pensado qué va a ser lo primero que le digas a Lucas?". Me contestó: "¿Y tú?". Lo que empezó como una broma se convirtió en una responsabilidad. Luego la efervescencia que conduce al parto nos fue haciendo olvidadizos. Olvidamos del todo. Lucas había llegado y no teníamos nada preparado.
Me lo pusieron en brazos un ratito. Creo que improvisé, en voz muy baja, algo así como: "Lucas, pronto vas a ver tu primer amanecer. Ve siempre hacia la luz". Como toda improvisación, salió mal. Me faltaron cosas. Muchas cosas.
Así que ahora, Lucas, te escribo los deberes que dejé para el día siguiente: estaremos contigo para que no parpadees durante el último chisporroteo del sol antes de hundirse tras la montaña; para que te convenzas de que los goles inolvidables se marcan en las porterías levantadas con jerséis; para que cojas mucho aire y sumerjas la cabeza en el mar al venir la ola; para que, en cuanto notes un poco de frío, compres castañas aunque la cena esté preparada; para que leas el Jabato y el Capitán Trueno igual que tus abuelos; para que bebas la cerveza de mantequilla de Los Cinco y vivas las aventuras de Los Siete Secretos; para que entiendas que hay lugares oscuros y que tú caíste en el lado bueno por una cuestión de suerte; para que encuentres placer en preguntar a los viejos por su pasado; para que aprendas a recitar algo, lo que te guste, pero debes recitar de memoria; para que siempre recuerdes que tu bisabuelo, que te saca cien años, un día te prometió que "jamás olvidará tu carita"; para ver cómo te enamoras hasta las trancas, que nosotros lo sepamos y tú no te des cuenta; para que cuando escuches los Beatles sepas que tus padres también devoraban las noches y que, en su boda, muy tarde, los invitados cantaron borrachos perdidos Hey Jude; para que escribas algo a mano, aunque sea un poema, una carta de amor, alguna canción; para que los euros gastados en libros siempre te parezcan pocos; para que quieras saber quién fue la persona que da nombre a las calles que caminas; para que no te den miedo los aviones y las alturas como a tu padre; para que estés tan pendiente de los de alrededor como tu madre; para que de vez en cuando recuerdes que todos, absolutamente todos, son iguales que tú, con sus preocupaciones, sus deseos, sus alegrías y sus sufrimientos; para que, cuando no estemos, sepas que la vida es un regalo y que, por oscura que se ponga, se cumplirá lo que dijo Brines: "Siempre hay una rendija por la que se cuela la luz".
Esta es la vida, Lucas. Esto que escribo, en el fondo, es la vida según Lucas. Palabra de vida.