Ha nacido en Mallorca el primer bebé europeo gestado por dos madres. Sí, has leído bien. Gestado por las dos. No a la vez, claro. Primero un poquito una y luego ya un mucho la otra, con parto incluido.
¿Cómo? Fecundación in vitro. En la primera parte del proceso, el embrión se le ha insertado a la primera de las mujeres en un dispositivo bajo el cuello uterino mientras se estaba produciendo la fecundación. Lo ha llevado dentro durante cinco días "para que ella sienta que ha estado embarazada también".
Luego se ha extraído y se le ha insertado a la otra madre. Antes de venir al mundo, ese niño ha hecho ya más viajes que mucha gente.
"Gracias a esta técnica podemos decir que las dos hemos gestado a nuestro bebé. Es muy especial", ha dicho una de ellas. Porque para eso está la tecnología, para que podamos sentir cosas especiales.
La clínica ha dicho que este procedimiento "aporta un gran valor emocional" al permitir que ambas mujeres compartan la gestación del embrión. Lo que no sabemos es cuántos embriones se han perdido por el camino, por ejemplo. Ese valor no entra en el balance de cuentas.
Así que aquí estamos, asistiendo a la apoteosis del "valor emocional" y a la sublimación de la tecnología como garante de los deseos personales, como si fuese el genio de la lámpara. Asistiendo a la conversión de la procreación en el bálsamo de nuestras aspiraciones personales. Muy legítimas, sin duda, pero que acaban siendo fuente de distorsiones de todo tipo.
Lo más llamativo es la retórica del asunto. "Especial" y "valor emocional" son elecciones curiosas del lenguaje, teniendo en cuenta que la defensa de las familias "diversas" ha reivindicado siempre que la biología y los genes no son ni lo importante, ni lo principal.
El amor es el amor. Un niño estará bien siempre que sea deseado. Cosa que no siempre es verdad y que no siempre es mentira.
En todas las familias in vitro hay que erradicar a toda costa la huella del tercero en discordia, ese donante que recuerda la realidad de que esa pareja no puede gestar. Una realidad dolorosa, merecedora de respeto, pero que no nos puede llevar a difuminar lo que significa concebir y procrear.
Por eso, hay cierta contradicción en este encumbramiento del vínculo carnal con la criatura. En esta obsesión con que el niño que viene en camino tenga algo de mí, cueste lo que cueste. Mis ojos, mi hoyuelo, la sonrisa de mi madre. O yo algo de él. Como sus primeros cinco días como embrión en mi útero, por ejemplo.
Es un deseo natural, pero poco coherente con la crítica que llevamos años haciendo a la familia tradicional. La de que eso de tener hijos es una forma más de opresión. La de la apuesta por la tecnología como gran liberadora de todos los males derivados de la reproducción natural.
Pero ahora resulta que tener familias "diversas" consistía sólo en encontrar diversas formas de intentar emular el método tradicional de tener hijos.
Rechazamos lo tradicional porque consideramos que amenaza nuestra existencia. Pero luego deseamos participar de aquello de lo que renegamos. Se reivindica la diferencia una y otra vez, pero luego queremos lo mismo que el resto.
Y cuando los proyectos de vida elegidos no son compatibles, retorcemos la realidad para que se adapte a nuestros deseos. No es que no sea comprensible. Pero quizá no es lo mejor a largo plazo para nadie.
Porque acaba con una clínica vendiendo un tratamiento de fecundación in vitro con plus de "valor emocional" e insertándote una cápsula en el útero durante unos días. "Váyase a casa con una fecundación que transcurre en tiempo real". Distópico.
Avanzamos hacia un mundo en el que la técnica lo permitirá hacer prácticamente todo. ¿Queremos de verdad ese todo?