Yo no soy agresiva, pero creo que podría partirme la cara con cualquier niñato de Just Stop Oil por defender la integridad de un Velázquez. Velázquez me cae mejor que muchos de mis amigos y estos chicos ridículos que se lían a martillazos contra la grandeza silente y noble de una Venus no sé bien quiénes son, pero dan ganas de explicarles dos cositas a solas.
Como que el enfrentamiento que nos proponen es ficticio, pueril y analfabeto. O que el arte no vale más que la vida, sino que el arte es la vida. O que un museo no es más importante que un planeta, pero que un planeta sin museos es un erial de inteligencia, un globo absurdo y sin pasado, sin afecto.
O que existir no es lo crucial, lo crucial es lo que haces cuando existes.
O que un ser humano sin recuerdos es una cáscara, y que un ser humano sin cultura es una cáscara, y que ser humano sin símbolos es una cáscara.
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Es impresionante cuánto me agreden este tipo de noticias: me sorprende hasta a mí. Siento malestar físico. Engarrotamiento. Una furia nueva, desconocida. Se me irrita la venilla de ojo. Noto una presión en el cuello: me están naciendo ocho cabezas revoltosas, como de hidra. Tú ponme en la puerta de El Prado mañana y ya te digo yo que allí no vuelven a entrar los críos del azufre. Le dejo los deditos pegados a los marcos de Las Majas de Goya hasta que sus propios hijos les pidan tabaco.
Lo escribí en una ocasión a este respecto: ir contra una pintura (lo único irreproducible que nos queda en el siglo de las copias) se parece mucho a intentar abatir a una criatura recién nacida o a un ciervo legendario. Se parece mucho a derrotar con vileza las cosas bellas que no intentan defenderse porque no tienen concepción del ataque. Eso me llena de desprecio.
Pero su última ocurrencia, dentro del activismo ególatra y protagonista que caracteriza a estos tarados (que realmente no son conscientes de su ridículo y se creen brillantes y legendarios) ha sido compararse con la sufragista Mary Richardson, que en 1914 acuchilló el mismo cuadro como protesta por el encarcelamiento de una de sus compañeras, Mrs Pankhurst, quien, además, se había declarado en huelga de hambre para llamar la atención sobre la causa.
Richardson (o Mary, La Navajera, como desde entonces fue conocida y como a mí me gusta llamarla) no era una caprichosa ni una superficial. Profanó el Velázquez después de que Emily Davison, otra colega, saltase en las carreras de Epsom Derby delante del caballo del rey y muriese ese mismo día: sólo así había conseguido que dejasen de ignorarlas y que en las portadas de los periódicos se recogiese su reivindicación urgente y feminista. Con su cadáver por delante.
Hubo que poner el cuello. El propio, el primero. No cabía la broma ni la pataleta, como ahora, sólo la posibilidad encantadora de arruinarse la vida en un sistema podrido donde la vida de las mujeres valía poco menos que la de los perros.
"Hablamos el lenguaje de la guerra porque ese es el lenguaje que entienden los hombres", clamaban ellas. Y chimpún. El derecho de voto dormía como un dragón enfermo, sí, pero las grandes villas y los campos de golf masculinos amanecían ardiendo. Las ventanas del Ministerio del Interior no duraban dos días puestas. Los bolsos y los paraguas fueron considerados objetos peligrosos a la entrada de los establecimientos.
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Mary Richardson era rebelde y menuda. Era periodista, socia sufragista y adoradora del arte. Tenía las manos huesudas y vestía abrigos demasiado grandes para su espalda estrecha. Sonreía oscuro -medio infantil, medio perverso-, como una niña jugando con una cerilla. Nació en Canadá pero montó la cruzada feminista en Reino Unido a principios del siglo XX dejándose enredar por la carismática Emmeline Pnakhurst, la líder del movimiento Women's Social and Political Union. Para hacerle justicia a su compañera, fue a joder el cuadro de nuestros amores.
"He intentado destrozar la pintura de la mujer más bella del pasado mitológico como protesta contra los actos de gobierno que están destrozando a la persona más bella de la historia moderna, Mrs Pankhurst", alegó La Navajera en su detención. "La justicia puede ser un elemento que posea tanta belleza como el color o la línea en el lienzo. Mrs Pankhurst tan sólo busca justicia para las mujeres y está siendo lentamente asesinada por unos políticos iscariotes. La destrucción de esta imagen sólo pone en evidencia lo que ellos están haciendo, además del embaucamiento moral y la hipocresía política".
Al menos la buena de Mary se curró un poco más la metáfora.
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Si entiendo su performance (ah, ni siquiera llegó la sangre al río: el cuadro fue restaurado y la infamia siguió un rato más) es, sobre todo, por cuatro razones:
Una, el momento histórico en el que se hizo, donde la libertad de expresión era un mero fantasma y una se jugaba el pellejo por la igualdad, la causa más estructural y honrada.
Dos, porque era la vida de las mujeres la que oscilaba en la cornisa. Se trataba de una guerra de sexos. Ellas contra el mundo macho, con todo lo que contenía: ¡hasta sus artistas y sus museos! A ellas todo les era ajeno. A ellas nada les pertenecía. A ellas nada las involucraba. Vivían obligadas a la dicotomía y al maniqueísmo, y desde ahí actuaban.
Tres, porque se enmarcaba en una cadena de golpes organizados de rebeldía que pretendían minar cada una de las estructuras de un país, de un sistema: dinamitarlo en cada capa, en cada bloque.
Cuatro, y quizá la fundamental: porque soy una chica antropocentrista, como me enseñó a ser el filósofo Javier Gomá cuando me explicó que la dignidad es algo que poseemos las mujeres y los hombres. Sólo las mujeres y los hombres. Los animales, el planeta tierra o las obras artísticas no tienen dignidad, sino relevancia moral.
Lo contaba así, ¡tan afortunadamente...!: "¿Podemos destruir Las meninas de una manera completamente ajena a la moralidad? No, pero eso no significa que tengan dignidad. Hay una literatura que habla de la dignidad de la tierra, la de los animales… y que critica a veces con amargura el antropocentrismo, que qué manía con pensar que los hombres somos especiales, que en lo fundamental nos parecemos a los monos y a las lagartijas… mi intención no pasa por ahí, sino por, de forma asumida y antropocéntrica, enaltecer la dignidad distintiva de lo humano. Es incanjeable. Es inexpropiable. Es distintiva". Estoy con él.
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Por eso la reivindicación de las sufragistas me parece de un calado radical, nada comparable a la actual guerrilla estéril de estos modernos llorones. Ahora la sociedad es otra y el lenguaje revolucionario debe ser otro. Imitar los viejos hitos de la insurrección es cutrez y mediocridad intelectual... pero no me extraña, viniendo de ellos. No hay aquí rastro de creatividad rebelde.
Las mujeres silenciadas necesitaban ser escuchadas. Necesitaban molestar y llegar a oídos de las élites intelectuales para que leyesen su desgarro. Necesitaban que el país entero supiese de su fervor. Tenían que luchar por salir de los márgenes.
Los 'verdes' hoy tienen toda clase de recepción mediática. Su objetivo debería ser otro: convencernos. Pero sólo nos generan rechazo y nos alejan de su linda causa. Qué tristes publicistas de carreras millonarias.
Si tienen dídimos, que le metan un martillazo al coche del dueño de una petrolera. Pero al señor sevillano y barroco del bigote, que lo dejen. O nos veremos en la puerta.