La Mesías, de Javi Calvo y Javi Ambrossi, es casi una obra de culto en vida. Les admiro, y los que me conocen saben que yo no digo eso de cualquiera. Esta pieza sombría, expectorante, freudiana y poética a rabiar me ha conmovido brutalmente. Es importante ser desagradable para decir algo. Es importante la náusea.

Santos que yo te pinté demonios se tienen que volver, que decían Los Planetas. 

Han sacado músculo intelectual como creadores y tiene sentido: ya demostraron su talento cañí y desternillante en la comedia, que en España, por lo que sea (por nuestros complejitos y nuestra búsqueda absurda de gravedad) tiene menos prestigio artístico.

Yo no compro esa idea tan limitante: mira que hacer humor es puñetero. Más aún del que se vuelve referencial y popular, más aún del que se vuelve meme y anda solo y largo, como consiguieron ellos con Paquita Salas, una bola de cera de gracia impertinente que crece cada día y se hace feroz y diabólica en las calles y en los chats, que es donde anidan los grandes autores contemporáneos. 

Fotograma de Lola Dueñas en La Mesías.

Fotograma de Lola Dueñas en La Mesías.

En fin, les entiendo. Se habrían cansado de la chanza y de resultar tan familiares (esto de llamarles 'Los Javis', que es cándido y muy cariñoso, también les traía mucho a tierra, como comadres de patio de corrala y vecindario). En algún momento uno quiere poner orden y revelarse en todo su poderío, como arrancaron a hacer en La Veneno para venir a reventar en las rocas de La Mesías, epifánicos perdidos. 

Estos días leía críticas sobre la serie. Todas favorables, y no me extraña. Realmente, si cayese en mis manos algún artículo demoledor sobre su trabajo, levantaría la ceja y volvería a pensar en lo mal que se lleva en este páramo gerontofílico y endogámico el éxito ajeno.

Pero sí me ha llamado la atención una cosa, y es que no se haya puesto aún el acento en que La Mesías, una serie que se presupone transgresora (teniendo en cuenta que sus dos creadores son progresistas y homosexuales y que la obra va, a grandes rasgos, de una mujer con delirios de grandeza que se cree elegida por Dios y secuestra a sus hijas en su propia casa, adoctrinándolas como en un ejército divino para salvar el mundo con reclusión, pureza y canciones religiosas) no haya molestado ideológicamente a nadie. A absolutamente nadie.

¿Cómo es posible, justamente en un país como este, de tremendo calado católico? Un país donde en la declaración de la renta nos proponen marcar la casilla de la Iglesia. Un país donde Vox veta a la cantante Zahara por un cartel que supuestamente "ofende a la Virgen". Un país donde Abogados Cristianos siempre tiene trabajo porque cuando no hay una vagina en procesión hay una drag vestida de Cristo. Un país que persiguió a Krahe por cocinar un crucifijo y después hizo lo propio con revistas satíricas como Mongolia o con actores algo pasados de rosca que se "cagan en Dios" cuando andan cruzadillos.

Hablamos del país donde hace nada se montó un pollo descomunal en la catedral de Toledo porque allí se echaron unos bailes calientes C. Tangana y Nathy Peluso cantando el temazo aquel de Yo era ateo, pero ahora creo, y la movida se saldó con la dimisión del deán. 

Bien. Primero, algo de hemeroteca. 

'La llamada'.

'La llamada'.

Ya en La llamada vimos que Calvo y Ambrossi plantearon una historia de amor lésbica en un campamento religioso donde nadie (ni la monja, ni el Santísimo Padre siquiera) ponía trabas al deseo de las dos chavalas. El asunto era cantarín y simpático, naif y encantador, y, desde luego, hijo de la ficción más pura, porque no se conoce un caso patrio en el que una adolescente le haya contado a la Madre Superiora que se ha pillado de su amiguita y esta le dé poco menos que la enhorabuena. 

Aquello me recordó, entonces, a la propuesta política de Almodóvar en sus películas. Él decía que había elegido concienzudamente ignorar en sus filmes la existencia de Franco, marginarle, quitarle todo protagonismo. Esa esa su manera de vengarse del dictador: negarle. Quizás los Javis estaban haciendo algo parecido con la culpa y la vergüenza sexual que nos había inoculado nuestra (inevitable) educación católica, me dije aquellos días. 

Ahora pienso algo diferente. 

Ahora pienso que tanto La llamada como La Mesías son propuestas conservadoras. Esto no es ni bueno ni malo, simplemente es. "Conservador" no significa "rancio". De hecho, como me explicó en su día mi querido Luis Alberto de Cuenca, uno es conservador como una forma de ser escéptico, como una forma de cuestionar la modernidad y sus cambios espídicos. Uno también es conservador, dijo, porque tiene algo que conservar: algo de valor.

Uno es conservador para ser como Sorrentino, aquel genio italiano que me soltó en una rueda de prensa que por supuesto que no, que el papa no debe ser progresista, que sería peligroso que se alinease al pensamiento dominante y que la Iglesia juega bien en ese contrapeso, en el de frenar el aperturismo de nuestras sociedades cada vez más laicas. 

Creo que el secreto del éxito de La Mesías también va por ahí. De alguna manera, triunfa en todos los estratos porque apela a la parte conservadora que vive en nosotros, a la parte que teme al cambio, a la ruptura, al adanismo, a la auténtica transgresión. No es una obra rebelde ni marginal. Tampoco pretende serlo. Apela al mainstream. Con todo, quiere caer bien. 

Es conservadora porque consigue desviar el foco de la religión como problemática central, para salvarse, así, de analizarla e impugnarla. Al final, esta es la historia de una mujer que quería ser amada, que quería ser importante, y que se despeña en el camino hacia serlo, rayana en la locura.

Una mujer rota que se descubre utilizada por los hombres, bella, salvaje e incomprendida, una mujer abusada que se convirtió en abusadora y entre un rol y otro se rezó dos rosarios como podía haberse dado a la ketamina o al BDSM.

El dios que nos turbe es lo de menos (la obsesión siempre es la misma, sólo cambia de nombre). El peligro emana de la secta, que ya puede rendir culto a los extraterrestres o a la sanación catártica por medio de la ayahuasca. La cosa es tener fe. La cosa es tener un amo. La cosa es entregarse a alguien o a algo, a alguna modalidad radical de dolor o de placer. Mejor de las dos, porque lo más adictivo es la alternancia. 

Ana Rujas, la versión más joven de Montserrat.

Ana Rujas, la versión más joven de Montserrat.

Al principio, Montserrat, la protagonista, se envilece con el sexo y con las drogas. Luego, malherida, se aísla del mundo como una asceta chiflada hasta que estalla, iluminada, en una nueva creencia bíblica que sólo tenía una razón de ser: la hacía protagonista, la hacía diferente, la hacía elegida por alguien. Ese amor que rascó con las uñas sangrantes en la tierra, lo arañó, al final, en su ficción de los cielos.

Los machos terrenales se habían reído de ella, le habían quitado la voz y el voto. Habían entrado en su cuerpo, lo habían invadido. 

Pero Dios no. Dios la escuchaba. Y había penetrado en su carne, únicamente, como un vientecillo que trae la palabra que calma. 

***

Hay tres Montserrat en tres momentos distintos de su vida, a cada cual más colosal. La primera es la interpretada por Ana Rujas (lúbrica, infantil, juguetona, brava, vulnerable).

La segunda es la interpretada por Lola Dueñas (en el cénit del desquicie, la bestia bisagra entre la joven y la vieja, la que ha sido arrollada por el dolor del mundo pero aún no ha encontrado una vocación y se dedica a cebarse con los suyos, la que aúlla, enferma psíquica, violenta, depresiva y en búsqueda).

La tercera es la interpretada por Carmen Machi, al cabo, la que acaba demostrando que ésta es una serie conservadora. 

La última Montserrat, la más anciana, interpretada por Carmen Machi.

La última Montserrat, la más anciana, interpretada por Carmen Machi.

En la Montserrat-Machi, el tormento mental ha dejado paso a la podredumbre física. Ahora la arrasa un cáncer. Está cansada. Debilitada. Adormilada. Suavona. Es más noble. Vuelve a resultar pizpireta. Quiere jugar. Es tierna, aunque no ha dejado de mostrarse poderosa. Anda melancólica y menos ególatra.

Su casa, como ella misma, ya es otra. No queda rastro del estilo de aquella mansión demoníaca y rústica, sucia y triste, astillada y de sábanas roídas donde Montserrat-Dueñas bajaba las escaleras crujientes metiendo gritos ensordecedores que hacían llorar y temblar a las niñas. 

Eso ya fue. Evolucionó. 

Y, en su última fase, Montserrat-Machi regenta un hogar. Un lugar dulzón y entrañable donde se come caliente, se ríe y se reciben regalitos bajo el árbol de navidad de luces azules.

Es como regresar al paraíso perdido de la infancia. De nuevo en pijama, de nuevo jugando a rodar videoclips, de nuevo peinándole el cabello a nuestras hermanas. Todos juntos en un mundo sin riesgos donde somos imposibles de herir, donde todo es mullido como en una cuna eterna. Sin el pánico de la noche, de los romances, del alcohol, del sexo, de la identidad, de la belleza exigida, de la relación con los otros y las trampas que nos ponen. Allí nadie nos desafiará. Allí nadie nos faltará al respeto. Allí no nos enamoraremos y no nos corresponderán. Allí no seremos traicionados por nuestros amigos. Allí no fracasaremos en nuestras vocaciones personales.

Me da la sensación de que la Montserrat-Machi y su mundo quedan blanqueados. Tras la catarsis de la fiera enloquecida de Dueñas, esta gatita anciana que es Machi nos hace dudar. ¿Realmente es para tanto la libertad? ¿Y lo bien que se está en casa, cerca de mamá, como en unas Pascuas eternas?

¿Merece la pena el terrible precio a pagar sólo por vivir emancipados de ella? Lo resumen, los Javis, con una línea extremadamente brillante. "¿Es tu mundo mejor? ¿O te pasas cada noche intentando recordar con todas tus fuerzas la cara de tu madre?". 

***

La verdad es que da la sensación de que Machi tiene más razón que una santa. Apetece volver con ella, al menos dentro de esta narrativa conservadora. Apetece dejar los vicios y los llantos y parar de dar vueltas por el ancho (y tan estrecho) mundo como un animal enjaulado, como hacía Enric.

Apetece también dejar ese piso gélido y sin alma en el que vive Irene con un marido que no pinta nada. Apetece abandonar ese trabajo de costurera donde las compañeras son de mentira y las amigas son de mentira y las cenas son de mentira y una sólo quiere permitirse llevar de nuevo la melena encrespada y luchar porque nuestra madre no nos envidie más ni nos odie más ni piense más que somos débiles o que somos putas.

Al final, volvemos a la iglesia. Al final, volvemos con mamá.

Montserrat 1 - Libertad 0.