La ropa que se pone uno cada mañana es un tabique. El abrigo y los zapatos, como los dejes y las muletillas, revelan pertenencia o aspiración. La ejecución de un armario, la forma y la ocasión en que se mezclan las piezas, señala el lugar que cada uno cree ocupar en el mundo.
La indumentaria marca y acorta distancia, procura sintonizar la presencia a la solemnidad de la situación. Voluntad mediante o sin ella, tejidos, formas y estampados constituyen la herramienta de comunicación más veloz.
Suele alterarse una sección del feminismo cuando una mujer recibe críticas por su vestimenta. Se enredan en los orígenes del comentario y aducen que de los trapitos de los hombres no se chafardea. Que le vayan con el cuento a Derek Guy.
Pasa que la moda masculina, por lo general, sufre menos innovaciones que la femenina, vertebradora ella solita de toda una industria, confeccionadora, con sus tiendas en cadena, de las calles principales de la ciudad. Para ellos, una actualización del corte del pantalón, un ajuste en la chaqueta, es tendencia suficiente. Con que los vaqueros no presenten de forma simultánea manchas de lejía artificiales, lavado a la piedra y rotos deshilachados, el conjuntito podrá ubicarse sin dificultad en una fotografía de 2013 o 2023.
A las mujeres, sin embargo, se les ofrece una granizada de ropa nueva todas las semanas. Se las empuja de manera distinta, más brusca, a consumir modas. Existe entre hombres y mujeres –cualquiera con conexión a internet o una puerta a la calle lo comprueba– una diferencia patente en la adquisición y el uso de la ropa.
Pero no es el feminismo, ideología que busca limar las diferencias sociales entre hombres y mujeres derivadas de patrones biológicos, una muralla para cualquier contratiempo. No es un escudo para cualquier asunto que incumba a la mujer por una razón elemental: una mujer no es sólo una mujer.
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Aunque ciertos aspectos queden perfilados por una forma de acceder al mundo derivada de su biología, las capas de la identidad de un individuo se reordenan siempre de acuerdo con el contexto. Las piezas de una identidad afloran frente a la oposición, la distancia, la amenaza. El que es almeriense en Brandeburgo lo es de forma más marcada que en Níjar.
Entre iguales la característica común se disuelve. Una se siente más pelirroja cuando sólo está rodeada de melenas de color del ébano. Aunque es indisoluble, pese a que no se desmiembra, sin contexto la identidad se anula. Apenas se concreta frente al otro. En soledad sólo se es. El contraste resalta.
Cuando a Francina Armengol se le recrimina su vestimenta, el aspecto que se critica no se extrae de su condición de mujer, sino de su titularidad (unipersonal y, por tanto, siempre subrayada frente al resto) de la presidencia del Congreso. Se reprocha que la persona que conduce el funcionamiento de una de las patas del poder legislativo en España desvista de gravedad a su cargo y, en representación de los ciudadanos, informe al jefe del Estado de la investidura del jefe del Gobierno en camiseta de rayas.
Se le afea que a través de su elección de atuendo confiese concederle al acontecimiento la misma relevancia que a un paseo de domingo por el campo. Pero cómo se le iba a pedir, en cualquier caso, que respete los mínimos del protocolo a quien pertenece al partido que se niega a respetar los mínimos del Estado de derecho.