Cuando se está frente a la Basílica de la Natividad en Belén, lo primero que llama la atención es el umbral de acceso al propio templo. Un marco pequeño de piedra, como un agujero en una pared, con un dintel muy bajo que obliga a cualquier persona de mediana estatura a agacharse. Una construcción que invita a hacer una reverencia antes de poder entrar.
Lo segundo que llama la atención cuando se está en la Plaza del Pesebre, pero también cuando se entra en la propia basílica, es la cantidad de gente que hay por todas partes. El jaleo que se genera. Un bullicio que incluye la llamada a la oración desde el minarete de la mezquita que está enfrente. El murmullo incesante de los grupos de peregrinos con pañoletas de colores que hablan en multitud de idiomas. Y los sacerdotes ortodoxos que, con sus largas barbas y una expresión desganada, recitan "pasen, pasen, sigan andando, no se detengan".
Y en medio de toda esa barahúnda, uno no puede evitar preguntarse: ¿en serio? ¿Aquí empezó todo?
G.K. Chesterton escribió en El hombre eterno que ninguna leyenda pagana, anécdota filosófica o hecho histórico nos afecta con la fuerza peculiar y conmovedora con la que lo hace la palabra Belén. "La omnipotencia y la indefensión, la divinidad y la infancia, forman definitivamente una especie de epigrama que un millón de repeticiones no podrán convertir en un tópico. No es descabellado llamarlo único. Belén es, definitivamente, un lugar donde los extremos se tocan".
Y vaya si se tocan. En Belén, donde el silencio es inexistente, estuvieron hace dos mil años un hombre, una mujer y un niño. Una familia desamparada que, en el frío de la noche, en el más absoluto silencio, encontró calor y cobijo en una gruta que servía de establo. En compañía de animales, en vez de humanos.
Esta es una historia completamente humilde, absolutamente sencilla. No había nada extraordinario. Había un pesebre, lleno de paja. Unos pañales, que envolvían a la pequeña criatura. Un bebé que vino al mundo de una forma silenciosa, como si no quisiese que nadie se enterase de que había llegado.
Y mientras se hace cola para entrar a la gruta, alejada, al fondo de la basílica, a mano derecha; mientras vas bajando los escalones de piedra a ese lugar escondido en el suelo, debajo del suelo. Mientras vas observando las paredes de piedra y la multitud de iconos y unas lámparas de las que cuelgan bolas de Navidad, un pensamiento martillea la mente como un niño dándole a la pandereta: aquí empezó todo.
Cuando se desciende a la gruta, a esa cueva que se encuentra debajo del suelo, uno entiende las palabras que escribió Chesterton de que "Cristo nació, no sólo en la superficie del mundo, sino "dentro" del mundo. (...) Lo extraño, en el caso de Belén, es que el cielo estaba debajo de la tierra".
Un cielo en la tierra que, envuelto en el silencio y la oscuridad de esa noche hace dos milenios, dio lugar a la historia más sencilla jamás contada. Y también a la más extraordinaria. La del nacimiento de un niño.
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Un niño que no encontró posada y fue alumbrado en un pesebre. Un niño sin techo que, en los brazos de su madre, vio la oscuridad del mundo. Un niño que, pequeño e indefenso, trajo algo más que humanidad a la Humanidad.
La primera vez que pasé por ese acceso enano que da paso a la basílica me pregunté por la razón que podría haber llevado a construir un umbral tan pequeño. Es conocido que las personas antaño eran más bajitas, pero no creo que tanto.
Y entonces lo entendí. Tiene un tamaño perfecto para la estatura de un niño.
No tengo ni idea de si los constructores pensaron en esto cuando decidieron construir esa entrada minúscula. Pero lo interpreto como una puerta de niño que oculta un misterio accesible sólo para quien es niño. Para la sencillez de su entusiasmo y la humildad de su conocimiento y la profundidad de su alegría.
Hay que hacerse pequeño, ser pequeño, para entender la historia más sencilla jamás contada.