Empiezan a aflorar los testimonios de españoles que conviven con un discapacitado y que critican la reforma de la Constitución que sustituye el término 'disminuido' por el de 'persona con discapacidad'. 

Pueden leer el testimonio de Helena Farré en EL ESPAÑOL.

O la opinión de Pilar García de la Granja.

O este hilo de Carmela Niembro en Twitter.

En el mejor de los casos, los destinatarios de la reforma, que no son los discapacitados, sino las personas que conviven con ellos, la consideran un retoque cosmético que no cambia en nada la realidad de los discapacitados.

Concedida la opción de escoger, es cierto, prefieren 'discapacitado' a 'disminuido', como veinte años antes preferían 'minusválido' a 'subnormal' y diez años antes, 'disminuido' a 'minusválido'.

Pero todos saben que esta moda terminológica acabará también pareciéndonos inaceptable dentro de veinte años

Hagan una prueba. Intenten apostar por cuál será el término socialmente tolerable para los discapacitados en 2054. Perderán su dinero. "¿Cómo pudieron llamarlos 'discapacitados'?" dirán de nosotros. 

De hecho, ese término, el de 'persona con discapacidad', ya está desfasado a ojos de aquellos que prefieren el término 'diversidad funcional'. Siempre hay alguien a la vanguardia del eufemismo.

Siempre hay alguien que intenta cambiar la realidad por el atajo del lenguaje. 

Se han escrito docenas de tesis doctorales enciclopédicas sobre cómo el lenguaje modifica nuestro pensamiento y, por tanto, la realidad. Es la hipótesis de Sapir-Whorf, hoy considerada no ya falsa, sino cómica, por cualquier lingüista serio.

No hay una sola prueba de que el lenguaje modifique la realidad porque eso no ha sucedido jamás. Llamar a un muerto 'víctima de fuego amigo' no le devuelve a la vida o convierte su muerte en tolerable, de la misma forma que los asesinatos del terrorista no se embellecen cuando le llamamos 'miembro de la resistencia'.

Porque para quien llama 'miembro de la resistencia' a un terrorista, el asesinato ya era bello antes. Es la realidad la que genera el lenguaje, no al revés. 

Maquillamos las realidades que nos resultan insoportables. El objetivo es autoengañarnos y mantener viva la ilusión de que controlamos esa realidad. Pero no a través del esfuerzo, sino de gestos simbólicos que salen baratos y no comprometen a nada.

Como el gesto de cambiar una palabra en el BOE. 

Decía el escritor Philip K. Dick que la realidad es "aquello que continúa existiendo aunque dejes de creer en ello". También es aquello que continúa existiendo aunque le cambies el nombre. 

Las piruetas dialécticas, en fin, le dan sentido a la vida del saltimbanqui político y entretienen al público del circo electoral. Ese que llamamos "consenso social". Pero no cambian la realidad.

¿Quieren un ejemplo de "consenso social" banal? 

El pasado sábado, en el programa La Sexta Xplica, una chica de 26 años, Ainhoa Pérez exigía un puesto de trabajo como periodista.

"He estudiado periodismo, he estudiado un master, estoy estudiando un segundo master" decía, dando por sentado que todos esos méritos la hacían merecedora de un puesto de trabajo a su gusto. 

"Has elegido una carrera que no deberías haber elegido" le respondió el economista Javier Díaz-Giménez.

Los abucheos del público fueron atronadores.

"Ainhoa debería tener las mismas garantías de encontrar un trabajo digno que otras profesiones" terció el presentador del programa.

"¿Acaso Ainhoa no tiene derecho a ser feliz?" podría haber añadido luego. El populismo siempre tiene un nivel más bajo.  

Pero ahí tienen ustedes un ejemplo de "consenso social". Si preguntan por la calle si Ainhoa debería tener las mismas garantías de "encontrar" un trabajo "digno" que "cualquier otra profesión", la inmensa mayoría de los españoles responderá que sí.

"¿Vale menos un periodista que un ingeniero de telecomunicaciones?". "¡Por supuesto que no!" dirán todos, ofendidos ante la mera insinuación. 

La respuesta correcta, claro, es que Ainhoa vale mucho menos en el mercado laboral que un ingeniero de telecomunicaciones. Ni la sociedad le debe nada a Ainhoa ni nadie es responsable de sus frustraciones. A los 26 años, uno ya debería haber aprendido a asumir las consecuencias de sus decisiones.  

Doy otro otro ejemplo de "consenso social". 

Una charla en la FNAC sobre 'gordofobia'. Un asistente pide la palabra para pedir que se combata la obesidad en vez de hablar de ella como si fuera una característica intrascendente del ser humano convertida en motivo de vergüenza por los 'gordófobos'.

"¿Qué propones tú?" le retan los ponentes. "Dieta y ejercicio" responde él.

El consenso social en los abucheos es total.

"¡Cómo se va a combatir la obesidad con dieta y ejercicio!" braman todos. 

Un último ejemplo ligado con el anterior y que permite observar la hipótesis Sapir-Whorf en su hábitat natural, que es el de la realidad disociada. El de Ángela Rodríguez Pam intentando que "las cosas" que comes no engorden por la vía de tuitearlo. 

No critico el maquillaje terminológico que acabamos de aplicar en la Constitución. A fin de cuentas, uno no va a dejar de cortarse las uñas por el hecho de que sigan creciendo, y es cierto que mucha gente se sentía ofendida por el término 'disminuido'. 

Pero tampoco vamos por ahí celebrando el nuevo recorte de uñas como una victoria de la democracia y de las nuevas sensibilidades sociales.

Así que se cambia el término en la Constitución, y ya lo volveremos a cambiar cuando la nueva palabra resulte inaceptable. Ningún problema con eso, siempre y cuando seamos conscientes de que sólo hemos renombrado una realidad que sigue ahí

Pero el caso es que hay bastantes personas, y entre ellas las citadas en el primer párrafo de esta columna, que rechazan la segunda parte de la reforma

Esa que dice que se discriminará constitucionalmente a los discapacitados de sexo masculino porque mujeres y niños suman a la carga de su propia discapacidad una segunda discapacidad: la de ser, precisamente, mujeres y niños. 

La reforma no lo dice literalmente, por supuesto. Pero es lo que se deduce de ese punto en concreto del artículo 49. Una discriminación por razón de sexo en pleno corazón de la Carta Magna y en la piel de los ciudadanos más indefensos de nuestra sociedad. 

No podrían haber escogido una víctima con menos capacidad de protesta

Queda abierta la puerta, por tanto, a que las discapacitadas tengan preferencia sobre los discapacitados en el acceso a centros de atención especializados, centros educativos, tratamientos médicos, cursos de capacitación y, por supuesto, puestos de trabajo. 

He preguntado a algunas personas con hijos discapacitados qué diferencias hay entre ellas y ellos. "¿Tienen alguna desventaja añadida ellas?". "Ninguna más allá de las estrictamente biológicas" me responden. "La diferencia real estriba en el grado de discapacidad, no en el sexo" añaden luego. Parece de sentido común. 

Y la principal diferencia biológica es neutra: ellas viven más años. 

[Esa es, por otro lado, la explicación de que en cifras totales haya más discapacitadas que discapacitados en España]. 

PP y PSOE están a tiempo de enmendar este error en el Senado. Sólo hace falta retocar la reforma del artículo 49 poniendo el acento en el grado de discapacidad y no en el sexo del discapacitado. A mayor grado, mayor atención del Estado.

Bienvenido sea, en fin, el acuerdo entre PSOE y PP. Pero si ese acuerdo no hubiera culminado en una discriminación injustificada para los discapacitados de sexo masculino, todo habría sido mejor. No parecía difícil conseguirlo y, sin embargo, hemos vuelto a fallar a puerta vacía.