En 2024 se cumplen cien años tras el fallecimiento (el 21 de enero de 1924) de Vladímir Illich Ulianov, alias Lenin, el líder bolchevique que condujo a Rusia a la Revolución de Octubre de 1917, y principal responsable de la creación del orden soviético.
Por supuesto, como ocurre con muchas otras personalidades de la historia, a Lenin le acompaña el repudio, el anatema y el entredicho por parte de sus rivales (ya sean coetáneos suyos o posteriores a él) con objeto de generar un aura de malditismo que lo baje del pedestal al que le elevaron sus seguidores, apologetas y aduladores.
Por otro lado, su temprana muerte permitió que, enseguida, se produjese cierto catasterismo con su figura, quedando consagrado como símbolo de la pureza de la doctrina bolchevique, siendo embalsamado su cuerpo y colocado en el Mausoleo de la Plaza Roja de Moscú.
Apenas hubo tiempo para que el mando de Lenin fuese cuestionado, habiendo fallecido en olor de multitudes, con la participación masiva de la población rusa en su funeral.
El prestigio de Lenin como demiurgo del nuevo orden (una especie de Solón o de Licurgo de la URSS) quedó intacto a lo largo del desarrollo del régimen soviético, y su obra, la revolución de 1917, siguió sirviendo de inspiración como mito fundacional.
Tanto, que Mijail Gorbachov, con sus reformas de 1985 (la perestroika), esperaba poder preservar la reputación de la revolución del 17, y salvar así los muebles del leninismo, frente a la para Gorbachov indiscutible "degeneración" posterior del régimen.
Como en muchos otros movimientos reformistas, se trató de depurar el proyecto marxista a fuerza de plantear una "vuelta a los orígenes" que enderezase a la URSS y la condujese por el recto camino, sobre todo frente a su ulterior "degradación" estalinista.
Ello significaba, naturalmente, encontrarse con Lenin y el leninismo para relanzar el proyecto soviético.
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Tras la muerte de Stalin, Nikita Jruschov inicia la llamada desestalinización, llevada a cabo a principios de 1956 por el politburó soviético con ocasión del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), con la que, básicamente, se trataba de dibujar a Stalin como una desviación perversa del marxismo-leninismo.
Había que, para relegitimar al régimen y al conjunto del movimiento comunista, construir la figura de un "Lenin bueno", fundador de la ortodoxia doctrinal, por oposición al "malvado Stalin", que se había desviado de esa doctrina.
El 25 de febrero de 1956, Jruschov convocó una reunión a puerta cerrada con los delegados soviéticos en la que soltó la bomba del famoso "informe secreto", en contra de Stalin, y que, al poco, se filtró a los países occidentales, y fue publicado por el New York Times el 16 de marzo de 1956 y luego, en junio, por Le Monde.
Con Stalin borrado y Lenin depurado, parecía propicio tratar de rescatar al régimen soviético, cuando este implosionó en 1991, volviendo a las esencias del marxismo-leninismo salvaguardadas en la obra del "Lenin bueno".
Pero no fue fácil para los intelectuales que rodeaban a Gorbachov (Gueorgui Smirnov, Aleksander Iakovlev) establecer una cortadura, una demarcación clara, entre Lenin y Stalin.
En septiembre de 1987 se abrió por enésima vez la cuestión de Stalin, al que Trotsky calificó de "enterrador de la Revolución", nombrando una comisión para investigar la represión estalinista. Gorbachov entendía que el declive del socialismo soviético había empezado con la victoria de Stalin sobre Bujarin, en 1928, al desviar a la URSS de las directrices del Lenin más "liberal" cuando este impulsó la Nueva Política Económica (NEP).
En 1986, A. Iakovlev encargó una investigación "sobre los errores fundamentales del socialismo soviético", que incluía el propio marxismo (sin matices). En 1988, A. Tsipko publicó el primer artículo importante en el que se situaban las raíces del "socialismo cuartelario" estalinista en el marxismo-leninismo, haciendo muy difícil la disociación entre Lenin y Stalin.
Al año siguiente, en 1989, se publicó legalmente por primera vez en la URSS el Archipiélago Gulag, en el que Alexander Solzhenitsyn responsabilizaba directamente a Lenin de la creación del sistema concentracionario soviético, situando en él el origen del terror rojo.
Según Solzhenitsyn, fue Lenin, cuando proclamó aquello de "limpiar la tierra rusa de toda clase de insectos nocivos", el que condujo a millones de personas ("riadas penitenciarias") al "infierno" del Gulag. La degeneración soviética estaba ahí desde el principio, en Lenin, y Stalin lo que hizo fue llevarlo a su apoteosis.
No había, pues, un sistema recto al que regresar: el mal era el socialismo marxista-leninista, y el estalinismo representaba un giro de tuerca, sin más.
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Es en Archipiélago Gulag, precisamente, donde aparece la figura de Lenin ya revestida de un aura maniquea, dotando al líder bolchevique de los atributos de un sádico conspiranoico y criminal, que veía "insectos nocivos" por todas partes [1]. Y es esta visión negrolegendaria de Lenin, en general, la que se ha impuesto y popularizado en los países occidentales.
De la misma manera que la figura de Robespierre estuvo marcada (y sigue estando) por el retrato que de él hicieron sus rivales termidorianos, calificándolo de tirano, déspota, dictador, asesino, sanguinario, en definitiva, enemigo del género humano (llegando a componer un epitafio que terminaba "si yo viviera, tú estarías muerto") [2], la figura de Lenin se ha divulgado, una vez derrotada la URSS, bajo esos mismos presupuestos, siendo considerado como enemigo del género humano al poner en marcha el "Infierno soviético".
Este aire teológico, maniqueo, que envuelve a la figura de Lenin como si fuera la mismísima encarnación del Maligno, es el que supo consagrar el premiado Aleksander Solzhenitsyn en su obra, quedando el Lenin histórico, el real, completamente enterrado bajo la escombrera del Imperio soviético derrotado.
Pero éxito divulgativo no significa, naturalmente, verdad histórica, siendo así que el Lenin retratado en Archipiélago Gulag tiene más que ver con la novela y la ficción literaria que con el relato histórico (más con la imaginación que con el entendimiento).
Y es que acercarse a Lenin y, en general, al Imperio soviético a través de Solzhenitsyn es como, mutatis mutandis, acercarse a Hernán Cortés y su acción en Indias a través de la literatura de Bartolomé de las Casas. O como acercarse a Felipe II y el Imperio español a través de los escritos de Antonio Pérez.
El 7 de noviembre de 1997, en el aniversario de la Revolución rusa, se publicó en Francia, por excomunistas franceses como Stéphane Courtois a la cabeza, El libro negro del comunismo (al poco traducido a 26 lenguas), con el que se consagra esta visión maniquea, teológica, demonológica de Lenin.
La primera parte del libro, de Nicolas Werth, dedicada al período leninista, daba una gran cantidad de referencias inéditas acerca del papel protagonista de Lenin en el inicio de la guerra civil, el terror, el sistema de campos de concentración, los asesinatos en masa, el uso del hambre como arma política, etcétera.
Según esta visión, Stalin sólo había sido un alumno aplicado de su maestro.
Lenin, en definitiva, pasó de ser considerado, tras su muerte en 1924, un liberador de la humanidad por parte de sus seguidores, al acabar con el despotismo zarista, a ser visto, tras la caída de la URSS en 1989, como el inventor, como quiere Stéphane Courtois, del primer sistema político realmente "totalitario". De ser visto como un ángel filantrópico, pasó a convertirse en un demonio genocida.
Lo que ocurre entremedias de estas dos visiones es la caída de un imperio. Del Imperio soviético. Vae victis.
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Como afirma Losurdo, las visiones tan dispares y extremas, que también existen, de Stalin (padrecito o tirano), "debería animar al historiador no sólo a no absolutizar una sola, sino más bien a problematizarlas todas" [3].
Y eso es lo que haré en relación también a Lenin, que ha pasado convertirse en el padre del monstruo.
Pero no se trata aquí, ni mucho menos, de analizar el perfil de Lenin desde un punto de vista histórico, real, sino de llamar la atención sobre esa aura negrolegendaria envolvente que, además de deformar o distorsionar su verdadero aspecto (convirtiendo a Lenin en un demonio, y no tanto una personalidad histórica), sigue teniendo funciones ideológicas en la pugna política actual.
De la misma manera, hoy resulta igualmente interesante la deformación caricaturesca negrolegendaria de Felipe II, el demonio del Mediodía, por las funciones ideológicas que todavía sigue cumpliendo en la actualidad, por más que nos separen cinco siglos de su reinado.
Una visión negativa de Felipe II alimenta, a su vez, la visión negativa de España, dibujada como una tiranía despótica, que conviene mucho a las facciones que en España quieren sacar adelante sus programas separatistas.
Me interesa pues el aspecto maniqueo, metafísico, que adquieren Lenin y el bolchevismo en determinada literatura política, tratando de analizar los mecanismos ideológicos que ahí operan y los fines que con ello se buscan, teniendo en cuenta, además, que ni la URSS como modelo (desaparecida hace ya más de treinta años), ni el comunismo soviético como doctrina, tienen presencia programática alguna en los partidos políticos españoles actuales.
A pesar de ello, en el pim pam pum dialéctico entre partidos, el calificativo (más bien descalificación) de "comunista" sigue teniendo beligerancia propagandística. Sigue utilizándose el "miedo al comunismo" para colar determinadas ideas en el ágora de la política española.
Y es que muchas veces, por no decir siempre, tiene mayor transcendencia la vida retratada en el agitprop político, en el contexto de la dialéctica amigo-enemigo, que la que se forma en el despacho departamental del historiador, consultando archivos sine ira et studio.
Ya sabemos que es el Cristo evangélico el que más influencia ha tenido, y no el Jesús histórico, que prácticamente nadie conoce. Es el Sócrates platónico el que ha trascendido, y no el de Jenofonte.
En definitiva, es el aura negrolegendaria de Lenin, del demonio del Este, por seguir con el paralelismo plutarquiano, y su utilización ideológica actual, lo que aquí me interesa, a cien años vista de su fallecimiento.
En este sentido, podríamos situar el origen de la leyenda negra antisoviética, antibolchevique, con toda esa carga y realce maniqueos, en 1925, tan sólo un año después del fallecimiento de Lenin, con la publicación, y extraordinaria difusión, del único libro escrito por el líder del partido nazi, Adolf Hitler: Mein Kampf ("Mi lucha"). Libro que justamente tiene como némesis al Manifiesto Comunista ("nuestra lucha", se podría llamar desde esa concepción en negativo de Hitler), y al marxismo como objetivo a batir.
Tanto, que esta concepción maniquea del marxismo es la que pone en ejercicio y consagra Hitler en su libro a través de lo que podríamos llamar metodología mein kampf. Esta consiste en entender al marxismo como un disolvente de todo valor social, de todo valor nacional, considerándolo como una especie de patógeno ideológico que aniquila las sociedades en las que se inocula, convirtiéndolas en una especie de apocalipsis zombi.
Pues bien, que sepamos, la acusación del comunismo como una tiranía terrorífica, con estas características maniqueas, aparece por primera vez en el libro de Hitler, que dice así: "Nosotros no podemos olvidar que los bolcheviques tienen las manos manchadas de sangre, que, en una hora trágica, favorecidos por las circunstancias, asaltaron un gran Estado y, acometidos por la furiosa manía de exterminio, asesinaron a millones de sus más inteligentes compatriotas consiguiendo implantar tras diez años el más tiránico de los regímenes políticos que registra la historia" [4].
Esta visión negrolegendaria del comunismo tuvo su prolongación en España con el franquismo, que continuó aplicando la metodología mein kampf y proyectó sobre el comunismo todo lo malo que el régimen de Franco había de combatir.
La Guerra Civil, y el triunfo posterior de la weltangschauung falangista, primero, y nacionalcatólica después, heredaron completamente esta visión maniquea del comunismo, contra el que, naturalmente, se había combatido en el frente.
La visión de los vencedores a propósito del comunismo, era, de nuevo la de un sistema perverso, antihumanista, enemigo del género humano, que convertía a los hombres en bestias o, peor, en mecanos desalmados, piezas despersonalizadas de un engranaje mastodóntico estatal que, de nuevo, pondría a la Humanidad en peligro.
Al comunismo, como en el mito de Prometeo narrado por Esquilo, habría que encadenarlo en el Cáucaso antes de que la humanidad se vea convertida en autómatas de un sistema "totalitario", que pretende empezar de cero, destruyendo absolutamente todos los valores civilizatorios, incluyendo naturalmente los valores de la patria y la religión.
De nuevo, la lucha del bando franquista contra el gobierno de la II República fue planteado ideológicamente como la lucha del Bien contra el Mal, del humanismo cristiano contra el Comunismo ateo.
[1] Aleksander Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag, Tusquets Editores, 1998, p. 49 y ss.
[2] Albert Z. Manfred, Tres retratos de la Revolución francesa, ed. Progreso, 1989, pp. 183 y ss.
[3] Doménico Losurdo, Stalin. Historia y crítica de una Leyenda negra (El Viejo Topo, 2011), p. 24.
[4] A. Hitler, Mi lucha, ed. Galeón, 2002, p. 318.