Para quienes caminan sobre la Tierra, un hijo es una inversión. Moisés, pañales, salus –con suerte–, guardería, media jornada laboral. Colegio, libros de texto y libros de ficción. Actividades extraescolares, vacaciones, rememorizar los ríos de la Península ibérica después de nueve horas de oficina. Regalos de cumpleaños, viajes con amigos, campamento de inmersión en inglés, qué narices era la trigonometría, matrícula de la universidad.
Si el asunto sale medianamente bien, los padres, a cambio, habrán obtenido un hogar, que no es sino un sitio donde guarecerse y reposar. Si la cosa sale reguleramente, los padres habrán conseguido que bajo su techo se forje un psicópata. O, peor, un artista.
Para quienes caminan sobre píxeles, un hijo es una inversión y un activo comercial. Una influencer española ha dado a luz a su segundo retoño y antes de que acabara el día del parto la cara del bebé ya colgaba libre en Instagram.
Cuando la fuente de ingresos principal de una casa pende de un like, el menor de edad se convierte en una rama del negocio, en músculo del storytelling. En una línea más para la presentación ante la marca con la que el instagramer, youtuber o tiktoker de turno aspira a colaborar.
Durante el embarazo, el perfil, seguido por cientos de miles de personas, se cuaja de cremas antiestrías y visitas a clínicas de ginecología y obstetricia modernísimas, blancas y luminosas, como un balneario en Suiza.
Cuando el niño hace pop, llegan los negocietes con marcas que venden carritos y mochilas portabebés. Si el crío ya no encaja en la categoría de lactante y ha comenzado a andar, si le empiezan a asomar los dientecillos, la primavera y el otoño traerá a la familia al completo una excursión pagada a Disneyland.
Al hijo del instagramer le ocurre lo que a una estrella infantil del siglo XX: a cambio de dinero y popularidad, ha sido desposeído por sus propios padres de su privacidad. En su recolección del casito, quienes deben protegerlo han convertido su cara y su rutina, sus berrinches y hasta sus eritemas solares, en materia pública y una baratija con la que trapichear.
Con sólo prestar cierta atención a los vídeos y fotos publicados a lo largo de un mes, un habitante del último pueblo al sur de los Balcanes puede averiguar a qué colegio va, qué asignaturas suspende, cuánto pesó al nacer, qué hospital aloja su historial clínico o a qué hora juega al fútbol el chico los sábados por la mañana.
Una señora de Tocina, familiarizada con su voz, acostumbrada a sus gracietas, puede reclamarle "un besito" al niño cuando coincida con la familia una tarde de agosto en un bar de Chiclana.
A través de la pantalla, que distancia, y de la sobreexposición, que deshumaniza, los padres transforman a sus hijos en atrezo, en un objeto de su propiedad. Les endosan la carga de sus decisiones laborales. Anulan el espacio para su libre desarrollo. Eliminan su individualidad.
El pasado verano se aprobó la ley influencer, que deberá, si nada falla, entrar en vigor antes de que acabe el primer trimestre de 2024. Por la LGCA, se verán afectados quienes ingresen más de 500.000 € al año a través de sus plataformas digitales o reúnan en sus cuentas más de dos millones de seguidores. Los señalados no podrán promocionar el culto al cuerpo ni anunciar tabaco, azúcares o juegos de azar. Tampoco podrán incitar al consumismo a los menores de edad.
De los niños usados como cebo comercial, ni media letra. Hasta para ser explotado la vida es una tómbola, tom, tom, tómbola.