"He estrangulado a personas, sí, pero de manera consentida". Así se ha defendido el cineasta Carlos Vermut de las acusaciones de violencia sexual.
¡Ay, cómo nos la han colado con el consentimiento!
No hace falta verdad, no hace falta bondad, no hace falta preguntarse si estamos haciendo daño al otro. No hay por qué acometer la ardua tarea de enfrentarse al ser humano con toda su compleja maquinaria de deseos y afectos.
Lo único necesario es rellenar la casilla. ¿Consiente usted? Sí o no. Y luego no se queje.
Escribe Louise Perry en su libro Contra la revolución sexual sobre la falacia del consentimiento: "La libertad para hacer daño, humillar y degradar está disponible en nuestra cultura sexual. Sólo existe la obligación de pedir consentimiento. Y eso, nos dicen, es una gran diferencia".
Pero no lo es. Como dice Perry, la frase "ella consintió" puede ser una defensa legal, pero jamás una defensa moral.
Por supuesto que necesitamos el consentimiento. Pero como el primer peldaño, no como el listón que marca la plenitud de las relaciones entre las personas. Somos mucho más que eso.
Si algo hemos aprendido con la industria pornográfica es que el consentimiento es extremadamente frágil. Las mujeres que trabajan en la pornografía defienden a capa y espada su autonomía sexual y su derecho a ejercerla como consideran oportuno. Pero, cuando pasan los años y se jubilan del porno, la historia que cuentan es bien distinta.
Linda Lovelace, que hablaba orgullosa de su participación voluntaria en la cinta pornográfica Garganta profunda, dijo tiempo después que todo aquel que viera la película estaba siendo espectador de su violación.
La ética basada exclusivamente en el consentimiento nos permite eludir el deber de diferenciar entre cosas buenas y malas.
Pero eso no nos hace más libres, sólo más vulnerables.
La narrativa de que todo deseo sexual es válido y puede ser llevado a la práctica siempre que haya consentimiento, como si fuese un mero servicio de internet en el que se aceptan las cookies, es una negación de la naturaleza del ser humano.
Opinión poco popular. Hay cosas que, por mucho que las deseemos, son intrínsecamente malas.
Why Louise Perry changed her mind on the sexual revolution… and why she finds Christianity increasingly compelling.
— Justin Brierley (@JusBrierley) February 4, 2024
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Por supuesto, a favor de que uno no se escandalice cuando encuentra en sí mismo o en el otro inclinaciones de las que querría huir. Pero mentimos si decimos que todo lo que deseamos es bueno y debe poder ser materializado.
No compro el discurso de que estos fenómenos pertenecen al terreno de la sexualidad creativa, imaginativa y libre de tabús. No nos engañemos en una cuestión tan fundamental.
Pero, sobre todo, como defiende Perry, no podemos aceptar la premisa de que uno puede ser en la cama alguien distinto a quien es fuera de ella.
No se puede separar el sexo del yo más íntimo. Le hemos añadido al sexo los verbos de acción y nos hemos creído que el sexo sólo se "hace" o se "tiene". Y hemos olvidado que la persona es sexuada. Que la persona es sexo.
El acto sexual involucra a la persona de parte a parte, no sólo en su cuerpo, sino en su psicología y en su afectividad. No se puede ejercer sexo con violencia y pretender no haber violentado o no haber sido violentado.
Así que, mientras decimos que el sexo "no se puede moralizar", hay personas que están siendo estranguladas para el placer de otro (o para el suyo propio). Si ante esta imagen lo único que nos preguntamos es si consintió, no estamos teniendo una narrativa sexual al servicio del ser humano.
La moral es el arte de vivir. Por supuesto que el sexo debe ser moralizado. Porque lo contrario es negarle a la persona la posibilidad de trascender sus deseos más inmediatos (a veces heridos, a veces viciados) para ser plenamente feliz.
Negarse a moralizar el sexo es reducirlo a un mero conjunto de técnicas del placer sin analizar si ese placer se está llevando a bocados la dignidad humana. Y entonces sólo queda el consentimiento.
El problema no es sólo que eso nos lleve a una vida más mediocre, sino que claramente no nos está funcionando para proteger a las mujeres. El ser humano merece un sexo mejor que ese. Uno que hable del arte de amar.