El Gobierno catalán ha prometido a sus niños que a partir de los doce años podrán cambiarse de sexo sin que nadie se chive a los papis. Lo ha hecho, cabe suponer, sabiendo que los niños no votan y que ningún padre en su sano juicio le daría a la Generalitat semejante poder sobre sus hijos. Y esta es la cuestión principal.
Que nunca son sus hijos. Que estas barbaridades sólo se proponen, aceptan y ejecutan para los hijos de los demás.
Para muchos, porque simplemente no tienen hijos propios. Para otros, porque los tienen ya creciditos e instalados muy probablemente en una cisheteronormatividad más o menos clara y confortable.
Para los menos, porque los hijos son todavía demasiado pequeñitos para imaginar que puedan llegar a descubrir algún día y más pronto que tarde lo tontos que somos y lo poco que los entendemos y buscar refugio, llegado el momento de las dudas más graves, en el primero que se lo prometa.
Y plenamente conscientes, todos ellos, de que estas leyes sólo se hacen para molestar al padre facha, y convencidos (por una fe excesiva y muy poco liberal en el Estado, la educación, la ciencia y en sí mismos, en sus hijos y en su familia) de que una ley pensada contra los fachas no podría nunca usarse en contra de los suyos.
Es una lógica que crece al mismo ritmo que el estado pedagógico, ese que está más empeñado en (re)educar a sus ciudadanos que en solucionar sus problemas.
Es la lógica que se esconde tras el tonito de profa de guarde de Yolanda Díaz, que sólo toleran quienes creen que es para que la entiendan bien los otros, más justitos, o tras el manido recurso a subir los impuestos de los ricos, que sólo se celebran en la convicción de que nunca los pagaremos nosotros.
Es la misma lógica tras las campañas de educación sexual como en la última Marató de TV3, que enseñan y conciencian a los demás sobre cochinadas y riesgos que nosotros, evidentemente, ya conocíamos.
O tras las campañas contra la violencia de género, que deberían servir para avergonzar a machirulos que tampoco somos nunca nosotros, y que sólo sirven, en realidad, para hacernos sentir mejores que la media y del lado de los civilizados. De los pedagogos. Es decir, del lado del Gobierno.
Así se garantiza el Gobierno el silencio aquiescente de los biempensantes, que es lo que más se busca. Cualquier duda o discrepancia nos pondría en una situación tal que mejor ni pensarlo, y el silencio con el que nos dejamos sermonear siempre permite, llegado el momento, distanciarse, con toda la pompa que sea necesaria, de lo que nunca tuvimos necesidad de apoyar explícitamente.
La absurda convicción de que estas delirantes propuestas sólo podrían destrozar la vida y la familia de los otros, de los malos, de los fachas y ni siquiera de sus hijos, en los que no pensamos más que como víctimas a salvar, es lo que garantiza la aceptación silenciosa de la total ausencia de crítica. O de fiscalización, como dicen ahora los peseteros.
Esos padres fachas son el chivo expiatorio alrededor del cual se construyen los consensos biempensantes de nuestra era. Que sean tres o que sean cuatro o que no sea ninguno da absolutamente lo mismo. Basta que ellos y sus pobres hijos trans reprimidos existan como mera posibilidad para ver reforzada la confianza que tenemos en nuestra propia paternidad, en nuestros hijos y su normalidad estadística, y en nuestras instituciones y sus siempre buenísimas intenciones.
Esta (pen)última barbaridad tiene, además, una enorme ventaja sobre otras tantas de estas propuestas socialdemócratas que acaban perjudicando a quienes prometen proteger. Diga lo que diga el New York Times, niños que a los doce años se declaren trans hay, estadísticamente, muy pocos. Y que se arrepientan más tarde, todavía menos.
Así que aquí no hay riesgo de que estas vidas arruinadas se vuelvan en contra del Gobierno. Cuando pase la moda, ya nadie se acordará de ellos ni de sus verdugos. Ellos y su sufrimiento son, por lo tanto, negligible.
Y los tránsfobos seguiremos siendo los otros.