En las entrevistas para las revistas de moda, gustan las actrices de formular frases de la siguiente guisa: "No volvería a mis 20 años, ahora estoy en mi mejor momento".
Cuando de adolescente leía aquello, algo como "claro, qué vas a decir" respondía desde algún rincón de mi cerebro al papel. Con el tiempo, aquellos entrecomillados acabaron revelando una función secundaria de las entrevistas de actrices en las revistas de moda: para la lectora joven, aún en el colegio o en la universidad, cuya intimidad era casi en exclusiva compartida con personas de su quinta, ejercían como tráiler vital. Anunciaban lo que aún estaba por llegar.
Como su fin se ha traído sin avisar un manojito de canas, yo a los 20 volvería sin ni siquiera encender las luces. Las responsabilidades eran menos, los minutos parecían poder reproducirse por esporas. Pero sí es cierto que cruzada la garita de la treintena, una comienza a adueñarse del mundo que la rodea. Una suerte de nueva legitimidad le recubre las decisiones, mezcla de la repetición, o sea, de la experiencia, y de la repentina conciencia de que, en efecto, el tiempo corre y se escurre.
Una, de pronto, sabe dónde debe levantar sus lindes. Empieza a desviarse de lo que la aburre. Si la piedra no se empeña en pegarse a la punta de su pie, le hace una finta a lo que le hace daño.
A mí, por ahora, la treintena me ha liberado de tres cosas. La primera: el tic que me agarraba de la mano para colgar a todos el cartel de "se ruega no molestar". Por no interrumpir, en los gimnasios a los que iba no decía ni mu cuando el aire comenzaba a espesarse entre cuádriceps y deltoides, de forma que me arrastraba hasta el mareo, angustiada y del color de las gambas, jurándome no volver a pisar jamás aquel exprimidor de la alegría. Y eso sucedía.
Después de dos sesiones en las que el calor me dejaba licuada y la idea de tener que seguir el ritmo de las demás asistentes me hacía sentir como hecha de trapo, no regresaba al humillódromo. Ahora son mis sentadillas las que cuento y mi mano la que subo para que enciendan de una vez el aire acondicionado. El pasado ha sido el primer año en una década en el que logrado conservar cierto hábito de ejercicio.
La segunda: el dinero es de quien paga y si no le gusta lo que ve, no lo compra. La farmacéutica puede ir cogiendo un clínex mentolado para secarse las lágrimas cuando le diga que no, al final no me voy a llevar esa crema que vende al doble del precio del que está en internet. La vergüenza es solo para hacer el mal.
La tercera: el amor no es derecho ni obligación. El amor es un don, un talento, un regalo. Es una lotería. Es el Euromillón.
Como las revistas para sus lectoras, el algoritmo es un espejo. Cuando en lugar de la versión biselada se atiende a la pixelada, el algoritmo se presenta como el Espejo de Oesed que J. K. Rowling ideó en Harry Potter, pues le devuelve a su usuario todo lo que le obsesiona.
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A mí, después del caso Dani Martín, me mete hasta la campanilla el clip de un episodio del podcast de Vicky Martín Berrocal en el que charla con Sebastián Yatra. El ex de Aitana reconoce que ha establecido un tope de duración para sus amoríos. Concede un año a sus noviazgos. "Si yo tuviese una relación mucho más tiempo, no sé cómo lo puedo aguantar porque es que me darían ganas de ser infiel. Aunque esté enamorado de alguien, me darían ganas de estar con alguien más".
Uno se mete en una relación a largo plazo y "se empieza a limitar muchísimo porque dice: no salgo de fiesta porque me va a gustar alguien y voy a querer hacer algo, pero me voy a aguantar y no lo voy a hacer, así que no voy a salir para estar como [se estruja contra una esquina del sillón]". Cómo "maneja" uno, se pregunta Yatra, esa "dualidad" consistente en querer a alguien y, cuando se va de viaje, conservar "esa libertad de…".
En internet, a Yatra le han puesto las costuras del revés. Lo acusan de no tener "valores", de estar "vacío". A podcasters, streamers y diletantes de la opinión les sorprende que sea el intérprete de Dos oruguitas, banda sonora de la película de Disney Encanto, el que confiese la tentación de lanzarse con los brazos abiertos a una falda ajena a su compromiso sentimental.
Yatra lo anuncia. Avisa de que carece del músculo necesario para mantener una relación tradicional. No es capaz de reunir la fuerza suficiente para no convertirse en un animal en celo a los doce meses. Su memoria afectiva se borra cuando el objeto de su devoción no está presente. Siete husos horarios más allá, el amor le flojea. El suyo es un amor inversamente proporcional a la distancia física con su enamorada. La monogamia, en resumen, no le conviene.
El amor tradicional, el que surge y se conserva entre dos personas, no es para todos. Se distribuye entre los que por aquí caminamos como se reparte la visión espacial o la capacidad para imitar acentos. Se comprende, entonces, que el rechazo no implica desprecio, sino desacople. Lo que uno necesita o busca no encaja con lo que el otro espera o puede entregar.
Yatra no exige una damisela de melena kilométrica que llore en la mesa de la cocina mientras él baila reguetón en el reservado de una discoteca. Los yatras creen necesitar atención goteada, alguien a quien no le importe demasiado, que no se preocupe en exceso por él cuando en su WhatsApp no aparezcan todos los tics a la hora a la que su avión tendría que haber aterrizado, que no recuerde su cumpleaños ni si de niño practicaba equitación o rugby, que no busque atornillar en su memoria el nombre de la hija de su prima hermana. Un yatra necesita distinguir la libertad de su espejismo.
La infidelidad puede ser siempre explicada. Yo entreveo el camino que en ocasiones lleva a ella. Puedo comprender que cuando la relación principal cojea, al deseo se le concede permiso para cegar. Pero el que cree que en la rendición ante las fibras más animales de las pasiones obtiene una conquista, el que se convence de que el amor es solo una fórmula hormonal en lugar de una decisión, se abalanza hacia una piscina vacía. O a la época a la que nadie, ni actriz ni civil, querría regresar jamás: la adolescencia emocional.