Todo lo que rodea la muerte de Navalny es extraño. Las circunstancias. La historia esa de que se empezó a encontrar mal durante un paseo, dado que en la colonia penitenciaria de Kharp no se dan paseos. La mirada risueña, luminosa, aunque de un azul tal vez demasiado intenso, que, en vísperas de su muerte, seguía siendo la de un hombre lleno de vida. El cuerpo que ha desaparecido y reaparecido, y vuelto a desaparecer y reaparecer varias veces.
Y luego las hipótesis que se acumulan, contradictorias, nunca del todo convincentes: ¿veneno como en 2020? ¿De efecto lento o relámpago? ¿Ha sido un sicario desconocido infiltrado en prisión? ¿Un profesional de las armas blancas o del estrangulamiento que ha actuado sin dejar rastro? Entonces, ¿de dónde salen los hematomas? ¿De dónde se sacan esa historia de un "coágulo de sangre" que, en la neolengua de los médicos a sueldo del Kremlin, es otra manera de referirse a una embolia?
Y luego, por supuesto, las conjeturas locas y conspiranoicas: no está muerto... O, al menos, no necesariamente... Un Prigozhin más, desaparecido en la nieves, las aguas y las cenizas de este círculo ártico que se ha convertido, en nuestro imaginario, en el último círculo del infierno de Dante...
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Luego, la decisión de matar. Nadie duda de que en caso de que Putin no haya sido la mano ejecutora, al menos sí que ha permitido que se acabara con el más temible de sus oponentes. Tampoco cabe dudar de que esta ejecución pública haya sido un mensaje para aquellos que, tanto en Occidente como en la Federación Rusa, tengan la tentación de desafiar su poder, que, en el fondo, es muy vulnerable.
Pero, de ser así, ¿por qué? O, para ser más precisos, ¿por qué allí y no en otra parte? ¿Por qué hoy y no ayer? ¿Por qué en este momento de la historia, si lo ha tenido a su merced desde hace tres años? ¿Tendrá algo que ver con Ucrania? ¿Lo han hecho coincidir con el día en que Zelenski se recupera por todo lo alto en el panorama diplomático europeo? ¿O ha sido un sangriento codicilo ante las delirantes declaraciones de Moscú, desde donde se planteaba por primera vez la aterradora amenaza de una guerra espacial?
Yo, Vladímir Putin, hablo... O mejor dicho, no hablo, mato y le meto miedo al mundo... Y la muerte de una de las grandes figuras de la oposición es como el anuncio de un incendio, una tormenta, un torbellino, una tempestad... O puede que la respuesta sea aún más simple: se acercan las elecciones y, como todos los expertos en técnicas golpistas —a lo Curzio Malaparte—, el antiguo miembro del KGB las valora muchísimo, por lo que la operación Mediodía contra Putin le resulta insoportable.
Este movimiento, que había ideado Navalny junto con otras personas, invitaba a los electores a acudir en masa y a formar largas colas ante las urnas el 17 de marzo para votar a un burro, a un caballo, a un hombre de paja, a cualquiera menos a él…
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Pero el mayor enigma es el propio Navalny, aunque hoy me olvido del lado sombrío del personaje, las ambigüedades que ha mostrado ante la guerra contra Ucrania. Desde que se anunció su muerte, no me canso de leer y releer todo lo que se publica sobre los últimos momentos, los últimos días, de su breve vida.
Me imagino la celda. El confinamiento. Una simple tabla directamente colocada sobre el suelo. Las noches interminables. El zumbido de las abejas que oye uno, al parecer, al final de una semana de aislamiento. Todo negro como una mortaja. Frío como un féretro. El sabor del veneno en la sopa mala, las gachas de patata, el huevo duro comprado por 19 rublos y desmenuzado en arroz mal hervido. Los discursos de Putin, a voz en grito, como una tortura, día y noche, noche y día, entre las cuatro paredes del pabellón disciplinario. Los ojos cerrados durante el registro. Abiertos de nuevo para ver el rostro inexpresivo de ese otro preso a perpetuidad, el propio alcaide.
Y luego, aún más intrigante, la pregunta que nos hacemos desde que regresó voluntariamente a Moscú hace tres años, apenas recuperado de su primer envenenamiento con el agente nervioso novichok: ¿por qué? ¿A santo de qué? ¿Qué le pasa a uno por la cabeza cuando, en lugar de ir a tratarse a Berlín y liderar la oposición desde Nueva York o París, se mete en la boca del lobo y regresa a Rusia como un condenado que emprende el camino de su calvario?
Hay casos de este tipo en Dostoievski. Tenemos al ingeniero Kirilov y su suicidio, un gesto elevado, prueba de libertad suprema, que tanto impactó a Gide y a Kojève. Tenemos también a esos personajes, medio santos medio demonios, que, como el Cristo al que se le dice: "Si eres Dios, sálvate", responden: "Si me salvara, te perdería; sacrifico mi vida para salvarte a ti". Ahí están los personajes de Plutarco. Está Du Guesclin, también los espartanos de Leónidas, Jean Moulin. También los Pliuchtch, los Sharansky, los Danylo Shumuk, los milagros del gulag, todos aquellos que, en los años ochenta del siglo pasado, me dijeron que nada, ni siquiera la muerte, era peor que ir al martirio sin haber podido dejar un testimonio.
Están los héroes ucranianos de hoy que también me dicen que morir no es nada, apenas el tiempo que se tarda en dar una calada a un cigarrillo, una mancha de sangre un poco más negra, que se extiende; el cielo del color de las humaredas bajas… Te mueres y entonces te conviertes en un ejemplo, en un recuerdo imperecedero, en una figura que está más viva de muerta que en vida. Ese era Navalny. Era uno de esos hombres "montaña" que, sin aspavientos, con sabiduría, se elevan por encima de sí mismos y se convierten en algo vertiginosamente más grande que su propia persona.
La Acrópolis, decía nuestro Plutarco, André Malraux, ¿acaso es el único lugar del mundo asediado por los espectros del espíritu y del valor? Pues no. Ahora también rondan por la prisión Kharp.
*** Traducido del francés por Núria Molines Galarza.