Qué gran líder hubiese sido José Luis Ábalos si todos esos nobles principios democráticos que ahora explica en defensa propia y desde fuera los hubiese defendido desde dentro y para los demás.
Qué gran intelectual, qué gran filósofo incluso, si todas esas reflexiones que hacia donde Alsina sobre la ambigüedad de la moral y la necesidad de la ley se atreviese a desarrollarlas por escrito en un ensayo que sería historia del socialismo español.
Ábalos tiene toda la razón del mundo cuando critica que se le eche por responsabilidad política. Porque la responsabilidad política, a diferencia de la responsabilidad penal, es siempre indefinida e interesada.
Nadie sabe ni debe saber en qué consiste. En qué se concreta esa responsabilidad política. Porque nadie sabe ni debe saber cuál sería su límite. Hasta dónde alcanzaría y hasta quién alcanzaría si se convirtiese en un principio articulado y rector de la política socialista.
¿A qué distancia habría que estar del apestado para que no se nos pegue su olor a corruptela? Si dicen que todos estamos a sólo seis grados de separación de Kim Jong-un, ¿a cuántos grados de Koldo está el líder supremo Pedro Sánchez?
Lo que no alcanza a disimular la apelación a la "responsabilidad política" es que sólo se le exige al presunto inocente que no ha sabido ser irresponsable.
Eso es lo que le pedían a Ábalos. Que no respondiese. Que no se responsabilizase. Que aguantase como un hombre. Como suele hacer Patxi López, por ejemplo, riéndose de los periodistas que hacen preguntas incómodas y largándose en silencio y con la cabeza bien alta.
Y que dimitiese llegado el momento, por el bien del partido y por el suyo propio, como le aconsejaban con tanta desfachatez estos días sus antiguos compañeros.
Pero ni una cosa, ni la otra. Ni ha podido evitar el interrogatorio, ni le ha dado la gana morir como mártir. Por mucho que esa fuese no sólo la esperanza del Gobierno, sino la expectativa de todos aquellos que no veíamos en Ábalos más que un hombre de partido, con todo lo que eso implica.
Lo que implica de peón, como bien se lamentaba Ábalos, que debe su vida al partido y que acabará pagándola. Y lo que implica también respecto a cuestiones fundamentales como la ejemplaridad o la presunción de inocencia.
Porque a los hombres de partido se les presupone una cierta culpabilidad, no siempre penal. Tesoreros, secretarios de organización, tuiteros enfurecidos a sueldo del erario... Son gentes que sólo están allí para que los demás parezcan buenos. Para que, llegado el momento, puedan cargar ellos con culpas que nunca les correspondieron en exclusiva.
Alguien debe ensuciarse las manos para que otros puedan dedicarse a las tareas más nobles del gobierno.
Así que ellos están allí, se supone, para sacrificarse por el partido cuando este lo necesite.
Pero ¿por qué partido podría sacrificarse Ábalos? El gran logro del sanchismo y, en gran parte, supongo, de su secretario de (des)organización Ábalos, es el de haberse cargado al Partido Socialista.
Y no porque lo digan sus críticos, sino porque ese fue su diagnóstico después de las últimas elecciones gallegas, cuando se declararon convencidos de que el partido no gana ni pierde elecciones, sino que lo hacen los líderes.
Así que menos partido, menos barones, menos PSOE en definitiva para poder actuar con mayor libertad y a mejor conveniencia. Para que nadie limite el nombre de una estructura, unas siglas, una historia o unos principios a aquello que puede hacerse para lograr el poder y asentarse en él.
Como muy bien ha hecho Ábalos, líder inesperado de un partido inexistente.