A mí lo que me mola de España es que durante casi un siglo la miró Ramón Masats.
Las cosas no son del todo hasta que alguien las mira.
Dice Raúl Cancio que cuando alguien se queda observando durante cuatro o cinco segundos una fotografía, es que es buena. Él sabe que nuestra naturaleza moderna es pasar de largo. Dice también Cancio que él se prendaba de las de Masats durante minutos, y que eso le parecía un síntoma de algo: supongo que de algo perturbador, de algo inteligente, de algo raro y bello. Entendí de lo que hablaba: mirar rápido es sexo, mirar lento es amor. Yo sé que amo porque, aunque soy escurridiza y veloz, elijo detenerme a mirar. En ocasiones, de un frenazo. Yo derrapo, la virgen del Carmen me guía.
Las fotografías de Masats son como conocer por primera vez al amor de tu vida: hay algo enormemente familiar ahí, algo caliente y doméstico, pero a la vez algo extraño, algo incómodo, algo desconocido. Es como si el pasado y el futuro fueran lo mismo, un todo indisoluble: digamos que sus fotos son como el destino. Un carácter inescapable.
Lo pienso cuando miro los ojos de la niña del Mercat de San Antoni, en la Barcelona de 1955: son ojos de vieja, son ojos de resabiada. ¿Cómo va a ser que esa cría me mire a través de las décadas como si supiera cosas de mí que yo no? Con las piernecillas cruzadas graciosamente, como una señora en miniatura. Con el flequillo cortado por un hachazo. Con el vestido blanco de novia pequeña. Con la mano enana y contundente agarrando el periódico de los niños. Solita y huraña entre los adultos ocupados. ¿A qué edad se vuelve uno melancólico? La miro y a veces me dan ganas de llorar. No sé por qué. Será esa la gracia.
Lo pienso cuando veo a la cabra negra con los cuernos como comas mirando, satánica y pancha, el partido de fútbol de unos muchachos del extrarradio del Madrid de 1962. A uno le da la sensación de que el animal es lúcido, de que el animal es largo, de que el animal tiene opiniones muy sofisticadas sobre el panorama. Es una bestia brillante y soberbia, más lista que muchos hombres. Lo indica su cabeza, la intención de su gesto: está aliquindoi. Juzga y nos hará saber sus conclusiones.
Lo pienso cuando observo al portero con sotana volando en la mañana, con los dedos a punto de llegar al balón, pero, al final, sin rozarlo. No sabemos si es dios, que la ha vuelto a colar, o si la pelota ha entrado justo porque dios no existe. Lo importante es el misterio. Eso es la fotografía de Masats: misterio capturado en una cajita.
Es lo indecible.
Es lo involuntariamente poético.
Lo pienso cuando sigo con los ojos la raya que pintó con tiza en el suelo de su casa una anciana de Tomelloso, en 1960, en aquella España cosida a límites, en la España aquella, mejor dicho, que era un límite en sí misma. Con sus toreros gordos y cojos, con sus cigarros flotando entre los dedos de los ancianos (¿cómo levitaban los pitillos aquellos?), con su miura orgulloso y herido de muerte en Pamplona, con sus chicos hambrientos y flacos soñando con meter leches serias en boxeo. Con sus mujeres rotas, con sus relojes parados, con sus nazarenos errantes. Con sus campos de Valladolid. Con sus cementerios. Con los dientes de España roídos, con España perdiendo los dientes, con España masticando sus propios dientes.
Me gustaba Masats porque era a la vez rigor y anarquía. Porque no juzgaba, porque no se sentía mejor que nadie. Porque resultaba irónico y tierno. Porque nos hacía enigmáticos y rudos al mismo tiempo, salvajes y líricos, festivos y profundos. Curiosos, curiosos, curiosos. Nos retrató vivísimos y medio muertos. Como antes, como ahora.
Me gustaba porque dignificaba el tópico, porque sabía que los prejuicios sirven (son un boceto del mundo), y porque le interesaba de verdad la gente: no conozco ya apenas a nadie que sepa mirar a la cara. ¡Mirar a la cara! Pero si eso es complicadísimo…. Eso está reservado para unos pocos.
Me gustaba Masats porque honraba la ruina que veía, porque no sentía lástima por nadie, porque retrataba la mierda con complejidad y porque no la volvía pornográfica, como hacen ahora los idiotas con cámara para cazar billetes. La pena, la pena, la pena. Qué harta estoy de la pena.
Me gustaba porque no era lacrimógeno y porque entendió rápidamente que somos, sobre todo, surrealistas. Me gustaba porque a veces se ponía la cámara por encima de la cabeza para fotografiar nuestro caos congénito. Me gustaba porque amaba Andalucía y porque sabía que el diablo está en los detalles.
En sus fotos estamos todos. Nunca hemos salido tan guapos y nunca tan feos. Nunca, sobre todo, tan desnudos. Ramón no sacó nuestra alma, él no apelaba a esa cursilada, él era un descreído. Hizo algo mucho más radical. Sacó nuestros órganos. Sangran. Aún los estoy oliendo.