No puedo creerme que hayan pasado ocho años de la muerte de Fernando Múgica. He tenido que contar el tiempo con los dedos para asegurarme, para asumirlo con el cuerpo. El 12 de mayo de 2016 se fue aquel hombre largo y temperamental, magnético y entusiasta, bello y levantisco y valiente. Se lo llevó un cáncer.
Aquello se me hizo inverosímil. Hasta levanté las cejas cuando vi la noticia escrita en prensa, como él mismo habría hecho. Sonrío si lo pienso, si le imagino leyendo en el periódico su obituario. "Bueno, esto habrá que verlo", habría dicho aquel tipo imbatible, casi, casi a prueba de bombas.
Esto es así porque Fernando, mi mentor y amigo, era unamuniano en el sentido de que avanzaba mediante la duda. No era un crédulo, no era un candoroso, no era un acomodaticio. Hizo lo más sagaz y honorable que puede hacer un periodista, que es desconfiar de la versión oficial de las cosas, de los relatos instaurados y perezosos, de las resoluciones de brocha gorda que dejan satisfecho (y muerto intelectualmente) al personal. Éste es un mundo enorme y raro. Cruel. Tramposo. Está lleno de armarios de dobles fondos. A Fernando le gustaba abrirlos de una patada.
Es una forma de vivir. Es una filosofía natural. Una insurgencia incómoda. Ahora que han pasado los años me doy cuenta, más que nunca, de cómo me cambió la vida Fernando Múgica. De cómo me conmovió, me inspiró y me sacó del ensimismamiento. Todo lo que tenemos es nuestro tiempo y nuestra capacidad de atención. Yo quiero vivir consciente. Yo quiero vivir avizor. Yo soy capaz de sacrificar, como él, la boba alegría del incauto con tal de vivir vigilante.
Múgica era excepcional por muchas razones, pero ante todo, por eso: porque era un vigilante del poder, un centinela radical. Porque luchó por ser un contrapeso del establishment. Y porque se dejó la salud en eso. En la entrevista que le hice en una ocasión en la Plaza de Santa Ana, me contó que a él el 11-M le había costado la vida. Esa fue su primera muerte. La primera muerte de uno, claro, siempre es la más dolorosa: es la que te cambia de verdad de estadio. A las que vengan después, ¿qué sé yo?, hasta se acostumbra uno.
Fernando me dijo que aquella investigación, en la que trató de demostrar por qué los llamados culpables no podían serlo, la pagó tan cara que se lo llevó por delante: la costeó con un matrimonio roto, con que gran parte de su periódico (El Mundo) le dejara prácticamente de hablar, con el desprecio de muchos de sus compañeros de tantos años.
Creyeron que estaba loco, que estaba mintiendo. La mayoría, la mansa mayoría, le sometió a una infame cacería que aún coletea. ¿Qué pensarán muchos de ellos ahora que él no está? ¿Se avergonzarán? No sé. Yo pienso que menos mal que existió Fernando Múgica. Pienso que afortunadamente hubo un hombre bueno al que le interesaba la verdad.
No tenía nada que ganar. No ganó nada, de hecho, y lo perdió casi todo. Eso da una buena medida de las causas justas (él me las bautizó como "causas inútiles", chasqueando la lengua con frustración). Eso da buena medida de su honradez y su pureza. ¿Lo vemos ahora, cuando ya es tarde? Quizás fue tarde siempre para enmendar el daño.
En una charla con Luis del Pino, Múgica dijo que el 11-M fue un "tsunami" que "no existió para la mayor parte de las personas": "Y eso a mí me ha producido un trastorno psicológico. No puedo salir a la calle, ver a la gente y darme cuenta de que no sólo nos les preocupa el 11-M, sino que creen que saben lo que sucedió, que unos moros muy malos habían puesto una bomba...", resopló. "Eso me produce tal rechazo que no me deja vivir en paz con este país. No me interesa un país en el que la sociedad no es capaz de darse cuenta de las cosas más elementales que le hacen y que suceden".
Y continuó: "No me interesa un país con una justicia como ésta, un país con estas fuerzas de Seguridad y con estos servicios de Inteligencia. Con una policía que es capaz de hacer las cosas que hace mientras la sociedad mira tranquilamente para otro lado. Me borro. Me borro ante esta sociedad dormida y tan metida en sí misma que es incapaz de ver las cosas más elementales... no sólo con el 11-M, sino con muchísimas cosas más".
Cuando pienso en Fernando Múgica, me viene con ternura a la cabeza una idea de Oscar Wilde: "Se pasa los días diciendo cosas increíbles y haciendo cosas improbables". Era exactamente así. "La diferencia entre hacerlo y no hacerlo, eso soy yo", sonreía él, tan escurridizo e intrépido, tan incansable.
Cuando pienso en Fernando Múgica, recuerdo el prefacio de Contraluz, uno de los mejores libros del ínclito y enigmático Thomas Pynchon. Él decía que la vida era un juego de opuestos al estilo luz/oscuridad. Decía que había que elegir entre la paranoia y el caos, claro que ambos son igual de aterradores. ¿Quieres pensar que detrás de lo que nos rodea hay algo siniestramente orquestado para que así sea? ¿O prefieres pensar que la humanidad, sencillamente, se rige por el azar?
Yo sé que la primera opción exige un esfuerzo que muchos no están dispuestos a asumir. Yo sé que la segunda opción es intelectualmente burguesa.
Cuando pienso en Fernando Múgica, pienso en el Dr. Stockmann de Un enemigo del pueblo.
Cuando pienso en Fernando Múgica, caigo en la conversación que tuve el otro día con nuestro magnífico Cervantes 2023, Luis Mateo Díez. Contaba el escritor que, a su juicio, El Quijote nunca fue más interesante ni profundo ni revelador que cuando le llamaban loco. Ahí residía su extraordinaria lucidez. Digamos que esos alumbramientos dolorosos te dan buena medida del deber cumplido.
Ese afán por resolver entuertos... tan quijotesco, esa generosidad profunda, ese sentido luminoso de la aventura humana, esa visión abierta de las cosas, ese vivir comprometido al servicio de los otros. Ese civismo ecuménico. Eso encarnó para mí Fernando Múgica, el tipo de las apariciones fulgurantes, el hombre bueno que siempre se debió a la verdad, más solo cuanto más libre. Contra el sistema. Contra todo.