Fue una gala (casi) como las de antes. Un año después de premiar un delirio pretencioso que hoy nadie recuerda, triunfa una superproducción. Sesuda, con pretensiones, pero superproducción al fin y al cabo. Dice The Hollywood Reporter que terminan así dos décadas de maleficio del blockbuster. Sí, aunque títulos como Infiltrados (2006) o Argo (2012) se moverían en el filo.
Sunset Boulevard no termina de convertirse en Malasaña, por más que le pese al periodismo cinematográfico español y a Movistar+. Escuchamos que Los asesinos de la luna se va de vacío porque no sale ningún hombre blanco bueno. La hipótesis de que quizá tenga más que ver con que le sobran dos tercios de metraje ni se contempla.
Parte de la prensa emplea el tono de reproche cuando señala la escasísima presencia de la reivindicación política en los discursos. Puede ser que lo siguiente se circunscriba sólo a este firmante, pero diría que hay una comunidad cinéfila que agradece ahorrarse según qué sermones.
Reconocemos la ventaja competitiva del diferido. Confesamos que hemos pasado rápido los agradecimientos, seguro que muy sentidos, de algunos ganadores de categorías menores. Nos permitirán que no digamos cuáles. Por eso es posible que la gala nos haya resultado mucho más digerible que a aquellos valientes que, dos horas antes de lo habitual, se la vieron en directo.
A los Oscar ya no les pedimos que nos deslumbren. Nos conformamos con que no nos irriten. Partiendo de esa premisa, la edición de 2024 solventa de sobra la papeleta. Jimmy Kimmel es un Billy Crystal borde. Dado el estado del mercado de cómicos, ya nos va bien. Las dosis de hiperventilación y épica del victimismo (Da'Vine Joy Randolph) fueron tolerables.
Recuperar aquella idea de los cinco actores elogiando cada uno a un nominado en las categorías interpretativas, testada hace quince años, no nos generaba demasiado entusiasmo. Estira demasiado el momento y preferimos los vídeos. Pero las caras de arrobo que ponían los interesados al escuchar estas alabanzas son un buen momento televisivo.
Sí: los Oscar son un producto concebido para la televisión. Y en esa clave cabe leer alguno de los aciertos de la ceremonia. Lo de John Cena en bolas, homenaje a aquel streaker que no contó con la astucia de David Niven ("¿no es fascinante pensar que este hombre va a arrancar la única carcajada de su vida mostrándonos sus escaseces?"), quedó gracioso. Bien planteado y ejecutado.
La concepción del número de Ryan Gosling (no todas las canciones nominadas se prestan a quedar bien en pantalla) fue un desafío magníficamente resuelto. Derrochar esa energía nada más perder el premio merece el aplauso.
Se echan en falta más montajes en vídeo que despierten la curiosidad cinéfila en el joven y el recuerdo en el talludo. La aparición de Schwarzenegger y Danny de Vito (los gemelos golpean las veces que les dé la gana) muestra la mejor línea a seguir.
Cabe lamentar que los honoríficos no salgan ya siquiera a saludar. Querríamos haber visto a Mel Brooks (97 años). Que nadie vea un hilo con la frase anterior, pero celebramos que el In Memoriam haya vuelto a contar con imágenes en movimiento (a ver si el año que viene podemos verlas a pantalla completa).
El clip de Navalny que le precedió, protagonista de documental premiado el año pasado, fue una pincelada política que sí resultó oportuna.
Con numerosos y prolongados cortes publicitarios, la gala fue algunos minutos más corta que la de los premios Goya, que va casi del tirón. Que alguien tome nota en la Academia Española.