Francia continúa batiendo sus leyes entre la modernez y el futuro. Tras incluir el aborto en su Constitución, en las últimas semanas el grupo parlamentario Horizons ha presentado una proposición de ley para crear un impuesto dirigido a las empresas de moda rápida.
Aunque el concepto aún no aparece definido, se intuye que serán nombres como los de Shein o Temu, con su metralleta de marketing digital y su diarrea de tendencias, las que deban apoquinar un extra por cada prenda producida.
El consumidor, alertan quienes se oponen, acabará cargando con el impuesto. Serán ellos quienes sufran la repercusión en el precio final. En internet discuten las niñas. Lo hacen en francés, en español y en inglés. Qué van a hacer ellas si es en Shein donde encuentran sudaderas por diez euros. En otras tiendas, donde los precios escalan hasta los 30 o 50, no se las pueden permitir.
La moda es inescapable. Una melena cardada, un cinturón de eslabones en la cintura o un vestido baby-doll sobre unos pantalones campana revelan la década en la que se tomó la fotografía. A menos que una viva en una cueva en Sierra Morena, difícilmente se la puede fintar.
Lo que el tiempo sí permite es que la bulimia sartorial encuentre su antídoto. Si uno acaba por entender que el estilo, mezcla de predilección personal y pragmatismo, debe imponerse a la actualidad de las marcas, la de ir de compras se convierte en la actividad más tediosa de todas cuantas caben en un mes.
Plegar bolsas de supermercado una tarde de domingo comienza a envolverse de matices riquísimos y absorbentes en comparación con la urgencia de recorrer percheros cargados de camisas de viscosa y blusas de poliéster mientras le meten a una por la nariz perfumes florales diseñados para implantar el nombre de la tienda en la memoria.
En las tiendas físicas y digitales, donde la oferta parece multiplicarse tras cada parpadeo y el pulgar no resulta capaz de alcanzar un tope, el cliente acaba extenuado. La posibilidad de elección abruma y la de decisión se adormece. Delante de él han presentado todas las personas que podría llegar a ser. Lo han dejado frente a la versión más aburrida de todas: lo que ahora es.
Pero cualquiera no puede ser cualquiera. No se ha consolidado el derecho a poseer tres sudaderas de color gris ni a renovar el armario cada temporada ni a viajar a una capital europea una vez al mes ni a tener una familia de cuatro niños pelirrojos.
En la "democratización de la moda" se cuela el si quieres, puedes, falacia favorita de los años 90 y el efecto secundario más rastrero de Instagram, pues cada noche la red social acerca las costumbres de extraños al sofá de casa y con su proximidad física (frente a los ojos, entre las manos) convence a sus usuarios de que los lujos que contemplan en sus semejantes también les pertenecen.
Lo observado y aplaudido se fija como modelo y aspiración.
Quien corre detrás de un estilo de vida ajeno suele acabar despeñado. Se desancla de lo que en realidad lo rodea y, con la insatisfacción espoleándolo, comienza a fondear en la frustración, que se enfosca con el capricho rápido, el antojo urgente, la falsa necesidad.
El deseo, ignora quien va a ciegas tras la zanahoria, no transforma su objeto en derecho. Quien anhela algo no se convierte de formar automática en sujeto de su derecho.
Aunque el conformismo aplana los días y sólo es la ambición (y la suerte) la que conduce al progreso, el objeto no se transforma según el capricho del que desea, siempre limitado física, económica, social o intelectualmente. O sea, una puede ser lo que ya es y lo que potencialmente será.
Y el de María Pombo ya es un nombre (y un armario) ocupado.