La pregunta fundamental no es quién gobernará Cataluña, sino qué hará Puigdemont. Si volverá o no, y para qué.
Puigdemont ha dicho que volverá si gana. Pero nadie ve a Puigdemont volviendo para hacer el triste papel de Trias o Feijóo. Puigdemont no volverá para verse ganador en la oposición. Ni volverá para retirarse pacíficamente en Amer y dedicarse a la literatura, como Torra, ni volverá para curtirse en la oposición, como Feijóo, o como el joven aspirante a una larga carrera política que nunca ha sido.
Puigdemont entró en la política catalana con una única misión y con una única promesa, la de culminar el proceso de independencia. Y sólo esta promesa justifica, ante los suyos, su mera existencia política. Pero esta promesa es ahora mismo increíble a corto plazo e independiente de él en el largo.
A todo lo que puede aspirar Puigdemont es a dilatar su propia desaparición.
Porque si Puigdemont no viene a hacer oposición, tampoco parece que venga a formar gobierno. Las posibilidades de una victoria tal que obligase a PSC y ERC a entregarle el poder son remotas. Y pasan, en realidad, porque su vuelta y todo su previsto efecto movilizador se produzcan antes y no después de las elecciones.
Puigdemont no vendría, por lo tanto, ni para gobernar ni para opositar, sino para garantizar el bloqueo. Un bloqueo que, además, es doble. Por un lado, el de su propio espacio político. Por el otro, el de la política catalana en general.
Por un lado, el poder movilizador de Puigdemont y de su victimismo ya sólo sirve entre los (muy) suyos o muy indepes, que cada elección están más tentados a pasarse a la abstención. Entre ellos, el liderazgo de Puigdemont, incuestionable en un partido que no es tal, es cada vez menos convincente.
Y ahora tienen dos nuevas opciones electorales (Aliança Catalana y Alhora) netamente independentistas, pero con algo más de consistencia ideológica que Junts y con aspiraciones, y alguna opción, de entrar en el Parlament.
Por otro lado, Puigdemont aspira al bloqueo de la política catalana en general. Se trata de hacer en Cataluña lo que en gran parte ya han hecho los suyos en Madrid: dificultar en la medida de lo posible y hasta el punto del bloqueo la natural y pacífica entente entre ERC y el PSOE.
Y de imponer, de nuevo, la convicción de que en Cataluña gobernar es imposible y que estamos condenados a elegir entre la ficción de la ruptura y la ficción de la reconciliación.
Puigdemont volvería porque ya no puede permitirse seguir viendo desde Bruselas cómo ERC y el PSOE se reparten el poder en Cataluña y cómo su plataforma se va convirtiendo en un grupúsculo de irreductibles en la oposición.
Pero el problema de Puigdemont no es decidir si volverá, sino disimular que ya ha vuelto. Ha vuelto porque al poner su nombre en la papeleta de Junts en unas elecciones autonómicas está renunciando a su autoproclamada condición de único presidente legítimo.
Hasta ahora, esta condición y la posibilidad de su retorno era la amenaza que pendía sobre la legitimidad del sistema político catalán y todos los equilibrios y negociados que se iban construyendo a sus espaldas. Todos ellos eran traición o eran provisionales, a la espera del restablecimiento del orden legítimo.
Ahora, su vuelta, incluso su mero anuncio, sólo puede servir para certificar que el pacto con el Estado es la única vía posible a la independencia y para legitimar así el cierre del procés y su propia desaparición.