Puigdemont ha vuelto a mi vida, es una desgracia como otra cualquiera. Con los años he ido desarrollando una animadversión cada vez más profunda y sofisticada hacia este personaje literario esperpéntico, descolorido, degradante para la ética y el intelecto. Hasta su peluquero le detesta.
No es serio, no es decente, no es siquiera ya gracioso que en España tengamos que estar preocupándonos por los movimientos estigios de una criatura con semejante flequillo. Claro que la moral tiene criterios estéticos.
El botarate ha regresado para ejecutar la última de sus ambiciones piradas, mesiánicas: cambiar el pasado. Quiere cicatrizarlo a su antojo. Personalizarlo.
Me pregunto cómo puede caber tanto ego en un cerebro tan limitado. Se nota que en algún momento de su desvarío decidió que la vida le debía algo, así que ahora Carles busca hacerse un Tarantino en Érase una vez en Hollywood, sólo que sin gracia, sin transgresión real, sin violencia ni belleza, en su estilo triste, pusilánime y autorreferencial: en vez de salvar desde el futuro el cuerpo de Sharon Tate, acuchillado por unos lunáticos, elige resucitarse a sí mismo.
Su miopía existencial le impide ver que este país no acabó con él, que el crimen fue de su autoría. Se suicidó el día que escapó del barrio en un todoterreno sin papeles, incapacitado para volver a usar palabras grandes como "lealtad" o "dignidad". No sabe lo que significan. Quina vergonya.
Carles, sólo líder de sí mismo, pazguatamente autogobernado, intentará toquetear la historia, desandándola. Ya lo hizo más veces, como cuando se inventó un país que nunca existió y tejió a fondo su mitología cosida a embustes. Se burló del pasado, de la ciencia, de la cultura. Profanó la memoria común. Abandonó a los suyos. Imaginó su propia ideología desde cero, ya talludito, y la hilvanó como un novelista de baja calidad (pero muy leído, ¿no es cierto? Bestseller, diríamos).
Tuvo que diseñar las cosas en las que supuestamente creía. Nos vendió publicidad turbopatriótica estrafalaria y los afectos más bajos y xenófobos y pagados de sí mismos que se recuerdan. Nos dio de comer derechona de la peor calaña. De la más clasista y enferma. De la que le niega la pensión a una anciana jubilada de Huelva. De la que da arcadas.
Hizo creer a bastantes incautos que defender su causa era defender la libertad, el progresismo, la paz de los pueblos y demás carroña sentimental. Y hubo personas de izquierdas que dieron la cara por este notas que ni les iba ni les venía (un tipo que, de hecho, iba en su contra).
Y hubo otros naifs que se dejaron empapar por su performático espíritu rebelde (bravo sólo si se trataba de alentar a los otros, sin sudar él ni una cana). Y no se sabe cómo, pero les calzó el gusanillo bélico y salieron a la calle a hostiarse con los polis y a quemar contenedores mientras hablaban de la revolución de las sonrisas, cambiando ojos por balas de goma.
Y hubo gente buena que sacrificó amigos y enturbió los lugares donde había sido feliz y participó de una convivencia áspera e infértil, fascistoide, de bromas muertas y pasiones enconadas. Mientras en la tele, en 2017, sus seguidores amargados y rotos se papaban su mensaje "institucional" (en el que mostraba molestillo con el 155), Carles entonaba un "jefe, otra caña" en un bar de Girona. Con un par.
Para hacer eso, honestamente, hay que ser muy español. Y cuando Cataluña siguió sangrando adoctrinamiento y pena negra, a él le daba gustito el viento en el pelo, ya llegando a Waterloo, y sacó un táper con un montadito de carne mechada cuando dieron las nueve porque cenar habrá que cenar.
A la izquierda Puigdemont hoy. A la derecha Joaquín Reyes en 2018. Yo ya no sé quién imita a quién. pic.twitter.com/IWavnVP8dk
— Borja Casado (@franpenat) September 8, 2019
Qué poco heroico todo. Qué teleñeco. Qué ínfima grandilocuencia hasta como villano. Qué cutre hay que ser para ser Carles Puigdemont. Qué tristeza no resultar siquiera un cabrón carismático, ni esforzado, ni talentoso. Hasta para hacer el mal hay que valer.
Hubo un día de 2008 en el que Carles escribía a quien le quisiera leer, en su cuentecita de Twitter, que qué tal estaba esa peña guapa, que él estaba volviendo de la celebración del aniversario de la Guardia Civil. En 2009 promocionaba la cuenta de Twitter de la Moncloa. Explicaba sus sinvenias: sus fiebres, su experiencia con un taxista obeso del que dudó que pudiese llevarle a su destino, su afición a la danza del vientre. Tiene sentido todo, pero sobre todo esto último, porque Carles era una serpiente.
Era una serpiente que mutó a rata. En el lenguaje de la superchería: hasta bajó escalones kármicos. ¿Qué hay peor que una roedor peludo de río como él? No se le presupone la elegancia, el veneno, la discreción ni la astucia. Es la perfidia, la ausencia de códigos, la fealdad, la cobardía, la antihonorabilidad. El dolor que ha generado, el gran desbarajuste... no podrá pagarlo nunca.
El único Puigdemont que me gusta es Joaquín Reyes disfrazado de Puigdemont, a punto de ser detenido mientras grababa un sketch, en 2018 y en Torrejón de Ardoz, porque un vecino llamó a la policía pensando que había avistado al fugado. Jajá. En serio, ¿quién querría irse de este país? Carles: tampoco tú.