Hace poco, después de hablar con un amigo sobre la obra del escritor noruego Jon Fosse, sobre el Nobel de Literatura y los discursos en la entrega del premio, de la belleza de algunos y las verdades que dicen otros, estuve una tarde entera leyendo todo lo suyo que pudo caer en mis manos.
Entrevistas previas al premio, posteriores. Su discurso, algunos fragmentos de los libros que tengo en mi biblioteca. Había entrado de lleno en ese torbellino que a veces me succiona de la realidad y que empieza con un chispazo, una conversación, un comentario sin mayor importancia, pero que desencadena un fuego arrasador que no se extingue hasta que no haya colmado mi ansia, hasta que no conozca el último detalle de ese artista, de ese escritor. De la persona que hay detrás.
Como no pudo ser de otra forma, el último pirómano fue Fosse. Y entre esa madeja de fragmentos de su obra, de citas y respuestas, leí un texto en el que explicaba su conversión al catolicismo hará poco más de diez años. De cómo dejó de beber y se casó con su tercera mujer. De cómo, después de esa experiencia vital, nació Septología y el papel que tuvo el proceso de escritura para entender la presencia de algo superior, de una divinidad en ese silencio, en ese vacío repleto que es la creación artística.
En uno de los fragmentos de Septología que reproducían en la conversación, el protagonista de Fosse se debate sobre cómo entendemos la vida y la muerte, si siquiera podemos llegar a entenderlas. Al principio se decanta por una respuesta negativa, por la imposibilidad de cualquier comprensión. Pero luego rectifica: "Tanto la vida como la muerte son cosas que puedes entender pero no con pensamientos".
Entender, pero no con pensamientos. Recordé estas palabras cuando leí hace unos días que en la noche del pasado Sábado Santo, en la noche en la que en la liturgia católica muerte y vida se encuentran, 7.135 adultos (un 31% más que en 2023) y 5.025 adolescentes (casi el doble que el año anterior) decidieron pasar por la pila bautismal y ser recibidos en el seno del cristianismo en Francia.
Una cifra histórica y sin precedentes. Una cifra que año tras año va en aumento, liderada precisamente por jóvenes (principalmente, mujeres) que han crecido en el Estado laico por excelencia, en un país donde el 80% de los jóvenes no reciben formación religiosa. En una nación en la que el derecho al aborto había quedado inscrito hacía pocas semanas en su Constitución.
Unos dicen que la explicación de este fenómeno se encuentra en la radicalización de la sociedad, en la atracción a esos polos magnéticos que son los extremos políticos. Otros, que se debe a que los jóvenes abordan la fe y su vivencia desde una perspectiva menos acomplejada que las generaciones anteriores, más abierta y menos impositiva. Más libre.
Es difícil saber con certeza cuáles son las auténticas motivaciones, cuál de las dos percepciones es la verdadera. O si es una combinación de ambas. O si el fondo de la cuestión no tiene nada que ver ni con la una ni con la otra.
La razón que dio un treintañero converso antes de ser bautizado fue que prefería vivir una vida con sentido a llevar una existencia sin él. Entender, pero no con pensamientos.
Puede que, a veces, la explicación sea así de sencilla.